Por Jorge H. Álvarez Rendón
Mérida, un jueves, seis de la tarde.
La camioneta blanca en la que viajo llega al cruce de las calles 60 y 63 y gira a mano derecha. Estamos pasando por los restos mortales del palacio episcopal transformado en pastel de boda pueblerina por decreto odioso de Salvador Alvarado.
En el cruce de las calles 63 y 58 me hallo junto al despojo del antiguo Seminario de San Ildefonso, egregias piedras que aún restan. Inútil sería bajarme para localizar el aula en la que Pablo Moreno remojó en Filosofía las semillas del liberalismo yucateco. El inmueble ahora sirve de bodega a una tienda de ropas y otras baratijas. Donde moraron los patricios, ahora se amontonan cachivaches.
Un poco más adelante se encuentra la 63 con la 56 y cuatro edificios “modernos”, tediosamente funcionales, me recuerdan con vaguedad las casonas coloniales, fortísimas, que la barreta derribara por tierra –hará treinta años – para darles cabida y juego comerciales.
La intensa tristeza que me inunda tiene una causa y razón. Estoy de regreso de un paseo por la ciudad de San Francisco de Campeche. La comparación entre esa maravilla urbana y lo que percibo a mi alrededor no es agradable. Duelen las heridas en el cemento gris, la herencia arquitectónica perdida para siempre. Lastiman las cicatrices en el mapa de este bastión de los Montejo.
Invitado por don Juan Alcocer Bernés y don Tomas Amabar Gunam, cronistas de Campeche y Champotón, respectivamente, he pasado un día delicioso en compañía de don Juan Francisco Peón Ancona y Gonzalo Navarrete Muñoz, cronistas de esta ciudad en la que habitamos.
Hemos conocido y admirado la Casa del Cronista, en cuya creciente biblioteca hallamos interesantes ejemplares. Qué envidia. Recorrimos las angostas, coloniales calles de una ciudad con sabor a eternidad, embellecida en su timbre colonial, pero con las pupilas iluminadas por los requiebros del mañana.
Qué rincones tan bien conservados. Cuántas reliquias tocadas por la magia de una reconstrucción amorosa y cabal. Con mi cámara fotográfica capturo portales, quicios de piedra, ventanas, iglesias, murallones, puertas de mar y tierra, cañones que sirven de centinelas…
Llegamos a la plazoleta de San Francisco, en cuya diminuta iglesia se dio la primera misa continental. A mediodía hallamos el puente donde cuatro perros de piedra se yerguen sin mostrar los colmillos, atentos a la curiosidad de los viandantes. Damos una vuelta por los añosos barrios de San Román y Guadalupe. Se intuyen los retablos, las reliquias…En el aire hay como esquirlas de garbo caballeresco.
A la hora de almorzar – delicia suma – un arroz con camarones y un pámpano en salsa verde hacen danzar mi paladar por los siete mares antes de regresar muy despacio a esta bahía amenazada en otros tiempos por piratas indecentes y legendarios. Bahía con el mar en calma, olvidado ya de los asedios y el palo de tinte.
A cuatro calles de la plaza mayor, con las torres de la catedral a la vista, una casita pintada de azul me hace un guiño. Qué paz seria vivir en este sitio, rodeado de tanta pulcra y homogénea belleza, sin ruidos de camiones abusivos, libre de vendedores ambulantes de innumerables baratijas y lejos de policías gritones, sin educación alguna.
Lo más importante de la jornada es un acuerdo con el cronista de Campeche: aprovechando la coyuntura de los centenarios (1810- 1910) popularizar la obra periodística de don Justo Sierra O Railly editando una síntesis del tesoro en revistas que se conserva en la biblioteca Carlos R, Menéndez. Tarea copiosa, pero satisfactoria. Enlace de dos estados que alguna vez formarán una misma esencia.
Como dos suspiros de almendra y leche en el parque de Guadalupe. No encontré coco negro. Nada es perfecto.