Por Roldán Peniche Barrera
…Continúa
–Apenas son las diez y media, Sr. Baeza –respondió «Chucho» López mirando su reloj– seguro que llegará usted puntual a su cita con el dentista…
–Bueno –dijo Baeza–, eso no es todo: recuerden que yo me desplazo caminando o en caminos. No cuento con automóvil ni nunca lo necesité.
–El servicio de caminos no es malo, Sr. Baeza –dijo el «Cuxo».
–Valla, después de pasado siglo y medio del primer ómnibus en Mérida, yo creo que el servicio debe ser bueno.
–¿conoció usted ese primer ómnibus, Sr. Baeza? –se atrevió a preguntarle el maestro Lara.
–¡Claro, mi querido amigo! Lo recuerdo bien: fue el año de 1858 cuando por primera vez circuló un ómnibus en la ciudad. Un empresario de esa época, el Sr. Patricio Ferráez, fue el introductor del vehículo, desde luego, arrastrado por mulas. La gasolina vendría después. Yo viajé muchas veces en este vehículo que apenas tenía cupo para diez y seis personas. Lo malo es que todo el mundo quería montarse en él, pero no había sitio más que para –repito– diez y seis almas de Dios.
–¿Y antes del ómnibus, cómo se viajaba en Mérida? –pregunta «Chucho» López fumando su décimo cigarrillo de la mañana.
–Pues en carretones, en bolankochés, o cabalgando… Los pudientes contaban con sus propias carrozas y sus propios cocheros, muchas veces negros traídos de Cuba. Bueno, además, Mérida era mucho más pequeña y se podía pasearla caminando. Imagínese: no había grandes muros sino sólo albarradas, no había adoquín… lo que había eran grandes casas coloniales llenas de candelabros y criados. El público se divertía con las retretas de la plaza mayor, con la maroma y el teatro, de lo que ya he hablado en otras pláticas. También gustaban los magos… A propósito, recuerdo que en 1626, un imbécil gobernador, D. Juan de Vargas Machuca, hizo ahorcar a un pobre mago extranjero en nuestra plaza mayor sólo porque lo consideró sospechoso de vagancia…
–Pues al mago le fue peor que en la Inquisición…
Mucho peor. Es más, la Inquisición ni siquiera tuvo tiempo de juzgarlo, por la prontitud con que actuó Vargas Machuca. Y es que el pobre mago había recalado por estas tierras y sólo deseaba ganarse la vida con sus trucos. yo le conocí: era hombre moreno y enjuto ¡quién sabe de qué tierras vendría! Algunas veces le vi ejercer su oficio y recibir, a cambio, algunos centavos que los curiosos le regalaban. Dormía en la calle y comía cualquier cosa por allí. Cuano oyó de él el gobernador, lo mandó prender y sin siquiera celebrar un juicio, al que mucho derecho tenía, una mañana (la del 28 de octubre de 1628) lo mandó colgar de uno de los árboles de la plaza mayor. La gente estaba enojadísima pues el ejecutado era un buen hombre que nadie hacía mal.
–¿Y este Vargas Machuca? –pregunta el maestro Lara.
–Era un gañán y hombre perverso de toda perversidad y además, practicaba contrabando, lo que llamaban en esas épocas «introducción de extranjerías». Pero con el tiempo pagó su culpa y fue encerrado en una cárcel de la Nueva España donde violentamente falleció: yo creo que le falló el corazón pues el juez no lo bajó de canalla, indigno hijo de su padre, ése sí, un verdadero caballero.
–No sé –habló un poco para sí el «Cuxo» Espadas– pero a veces me gustaría haber vivido tanto como usted, Sr. Baeza.
–¡Ay, hijo, no sabes lo que estás diciendo! –le interrumpió Baeza– Por un tiempo está bien, pero cuando ya rondas el medio milenio –como es mi caso– ya quisieras dejar este mundo lleno de víboras y de muy pocos virtuosos…
–Bueno, digo –continuó Espadas–, es que usted ha visto tantas cosas, ha tenido tantas experiencias que, para mí sería usted el único y verdadero cronista de la ciudad. Eso es lo que envidio de usted.
–Vaya, he tenido mis momentos: he gozado con la música, que tanto me gusta, he visto buen teatro, ópera, zarzuela, me he leído toda la producción histórica y literaria de los escritores vernáculos, he conocido a casi todos los gobernadores de Yucatán… Bueno, hasta me he impuesto de los gustos musicales de no pocos de ellos… y de sus trovadores favoritos, por lo menos los del siglo XX.
–A ver, a ver, Sr. Baeza– díjole el mestro Lara.
–El general Alvarado gustaba de la canción yucateca y siempre que podía hacía venir a Leovigildo Sánchez, el «Suncho», quien hasta le tocaba algunos corridos revolucionarios… Carrillo Puerto, desde luego, tenía especial predilección por Ricardo Palmerín, como todos ustedes saben, y además, le compuso Peregrina, con letra de nuestro querido poeta D. Luis Rosado Vega, quien fue muy mi amigo. Bartolo –no sé por qué motivo–, mandaba siempre por Domingo Casanova, a quien bajaba de su pescante para que le interpretara Ella, de la que fue autor de la música, que no de la letra. Recuerdo que en su calesa, Casanova había escrito en el parte trasera con grandes caracteres la palabra «Ella». el profesor González Beytia siempre se hacía acompañar en sus fiestas de aquel Don Demetrio Várguez, mejor conocido como «Vistilla», y su trio «Mérida». «Vistilla» era un excelente trovador. En cuanto a preferencias musicales no todos se inclinaban por la música vernácula: recuerdo que el doctor Álvaro Torre Díaz gustaba de que algún pianista u orquesta le ejecutara la sonata del Claro de Luna, de Beethoven, obra que le extasiaba. En cambio, Novelo Torres prefería cordialmente el Can-Can, de Offenbach, que le hacía tocar a la Sinfónica en los años cuarenta, muy al disgusto del director de la orquesta, don Daniel Ayala, a quien por supuesto no hacía gracia esa pieza de burlesque… De los últimos gobernadores poco puedo decir, excepto del general Alpuche, quien no sólo gustaba, sino que bailaba la jarana estupendamente. De Manzanilla Schaffer se dice que le encantaba el Jazz y que sabía tocar el piano.
Y de pronto el señor Baeza se enteró de que ya daban las 11 y sin terminar su café emprendió la graciosa huida para no perder turno con su dentista el Dr. Urbina…