Catedral-de-Merida-vieja

Por Roldán Peniche Barrera

El Sr. Baeza se nos presenta una fría mañana de marzo con un puro en la boca.

-Es de los Cohiba que se fabrican en Cuba- nos hace ver el viejo sin que nosotros le hayamos preguntado nada-. Ese aroma, ese sabor, son inigualables.

–Pero usted fuma en pipa, Sr. Baeza –le ataja el «Cuxo» Espadas, parroquiano del Moncho’s  nuevo miembro de nuestra cofradía y masajista del Club Campestre.

–¿Y qué…? –Responde el viejo– También fumo cigarrillos y tabacos. Lo que nunca he fumado es la mariguana. Bueno es decir, una vez, a insistencia de unos amigos, la probé, pero no sentí ningún efecto maravilloso. Entonces me dije ¿para qué fumar algo que no me proporciona ningún placer? y juré no probarla más. Y lo he cumplido.

–¿Siempre ha sido usted fumador , Sr. Baeza? –le increpa «Chucho» López, quien a sus vez es un incurable fumador.

–¡Pero hombre de Dios! Yo he fumado desde mediados del siglo XIX. En aquellos tiempos cuando en Europa fumaba George Sand, me dije: ¿Y si una mujer fuma, por qué yo no? Fue un arranque de orgullo, un alarde tonto si usted quiere, pero no podría yo ser menos que las mujeres. Y no sólo yo fumaba en Mérida; había otros muchachos fumadores: hacendados bisoños o encomenderos que se iban convirtiendo en hacendados… Por esos días fumaba en los cafés… y creo que ya he dicho que compartí el café y un buen tabaco con aquel grabador «Picheta», que ese sí era un artista. Lástima que se metió de comerciante… y peor: de político. En 1938 compartí la mesa de don Serapio Baqueiro, el hijo del historiado del mismo nombre. Solíamos vernos en distintos cafés. Mientras fumaba y bebía tazas y tazas de café, don Serapio (que de Dios goce) escribió una novela truculenta cuya lectura me dejó de muy mal humor. En cambio, gustaba yo de sus artículos en la prensa, que firmaba bajo el nom de plum de Parsifal… nada menos que Parsifal, engrandecido por Wagner. A este don Serapdio, cuando estaba inspirado, había que dejarlo solo pues en los cafés se abstraía de tal modo que acababa por ignorar a a sus compañeros de mesa. Aunque no lo crean, don Serapio escribió su novelita en sólo una semana. La comenzó en el Louvre, prosiguió en el Express, entonces recién inaugurado, y le dio fin en el antiguo café de la Panificadora. Lamentablemente, don Serapio falleció dos años después de concluir su librito.

El Sr. Baeza se mira un tanto preocupado esta mañana, a pesar de sus habano y de las tres tazas de café que ha consumido. Como ha olvidado su reloj, nos ha preguntado la hora una y otra vez.

–¿Por qué tan preocupado por l ahora, Sr. Baeza? –le dice el maestro Lara al observar la inquietud del viejo.

–A las 11:30 horas tengo una cita con mi dentista el Dr. Urbina ¡y es que olvidé el reloj en casa! Lástima grande es que ya no hay casi relojes público que nos pongan al tanto del tiempo. ¿Qué pasó con aquellos viejos relojes? Hasta catedral tenía el suyo. Hoy nuestra única guía es el del Ayuntamiento…

–El de la catedral simplemente no funciona, Sr. Baeza –Alega «Cuxo» Espadas después de echarse un trago de su botella de cerveza.

–¡Pero es que usted no conoció la maravilla de reloj con que contaba la catedral a comienzos del siglo XVIII, señor Espadas! Entonces los meridanos nos quedamos admirados de su sonido y de las curiosas evoluciones con que nos regalaba su finísima maquinaria.

–¿Nos podría usted imponer del asunto, Sr. Baeza? –habla el maestro Lara y apura un trago de su caliente café sin azúcar.

–¡Hombre no faltaba más! Creo que si mis matemáticas no andan tan mal el asunto ocurre durante el primer tercio del siglo XVIII. Andaba por esta tierras un ingeniero guatemalteco llamado D. Marcos de Ávalos, hombre talentoso que se había refugiado en Yucatán huyendo de sus enemigos políticos de su país. Visitó al obispo Ríos de la Madrid y le dio a conocer un proyecto de reloj único y  maravilloso. El obispo recordó que una de las torres de l catedral contaba con un reloj viejo que no servía para nada. Entonces contrató a Ávalos para fabricar el suyo y colocarlo en esa torre. ¡Y qué reloj maravilloso en verdad nos hizo el guatemalteco! Sí, porque marcaba las horas con campanadas de un sonido bellísimo y cristalino: asó como también las medias horas y los cuartos. Al propio tiempo, al sonar de las horas asomaban las brillantes imágenes del sol y la luna, mismas que, colocadas encima del templo, representaban con memorable exactitud las evoluciones de ambos astros den el espacio. Y los meridanos se asombraban ante aquel artefacto mágico, algo que nunca habíen visto en su vida.

–¿Y ese viejo reloj, detenido en el tiempo, que todavía observábamos en la torre izquierda de la catedral, es el de Ávalos , Sr. Baeza?

–¡Ni lo mande Dios! Lo que ocurrió después está un poco oscuro pues parece que Ávalos se fue de Yucatán y a poco el insólito reloj se descompuso y otro obispo mandó quitarlo de la torre y en su lugar colocó ahí otro fabricado en Londres en 1731, que es el que, inservible, perdura hasta la fecha. Claro, no sirve para nada, ni da la hora ni deviene ningún adorno para la catedral, pero ahí lo tienen ustedes, reloj inútil con casi doscientos años a cuestas… Poro os molesto, queridos colegas del café, de nuevo con la hora…

Continuará…