Por Roldán Peniche BarreraCount_of_St_Germain

A nadie sorprende hoy el que algunos hombres sean inmortales. ¿Quién no ha oído hablar del conde de San Germain, el cual según algunos testimonios, todavía vive en un viejo castillo de Europa? En el primer tercio del siglo pasado, Papini lo entrevista un 15 de febrero a bordo del “Príncipe de Gales», donde no era más que un turista. En realidad, el conde de San Germain sus biógrafos lo han hecho morir y lo han hecho nacer de nuevo muchas veces. Hay documentos que prueban que fue recibido en 1786 por el emperador de Rusia. En 1789, en París, en la iglesia de los Recoletos, fue saludarlo por la condesa de Adhemar. Ya, en 1821, había sostenido una larga conversación con el conde de Chalons en la Plaza de San Marcos, en Venecia. En 1896 comenzó su relación con Mrs. Annie Besant. Pocos años después, Mr. Leadbeater hizo de él una descripción un tanto fantástica pero en el fondo bastante fiel.

En el «Príncipe de Gales», Papini se informa de que retorna a Europa después de haber vivido en la India, «donde se hallan mis mejores amigos». Para cuando fue entrevistado, el conde de San Germain admitió haber cumplido quinientos años de edad. Y claro, reconoce que trató a Cristóbal Colón. «He visto al mundo cambiar de cara -enfatiza-; he podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y Bethoven, Miguel Angel y Goethe. Y tal vez por eso me he liberado de las supersticiones de los grandes hombres».

Pero acaba confiándole a su entrevistador que él no es el único inmortal en el mundo y menciona a Nana Sahib, el jefe de la sublevación de 1857 en la India (quien vive todavía escondido en el Himalaya), al patriarca Enoch, a Hasisadra, al mismo Nerón (reaparecido varias veces después de su pretendida muerte) y por supuesto al Judío Errante, que, bajo el nombre de Ahasverus o de Butadeo, «ha sido reconocido en diversos países y en diversos siglos y que cuenta ahora más de mil novecientos años.

Valga el célebre nombre del conde de Saint Germain Para establecer que en Yucatán se han dado algunos discretos casos de hombres inmortales. No son muchos, y acaso no sean lo inmortales que aseguran ser, pero han existido en la península desde los tiempos de la Conquista y es posible encontrarlos hoy degustando un café en el «Habana», refrescándose con alguna cerveza en la barra dei «Tupinamba» o «La Negrita».

Hasta hace unos años acudía yo a la mesa de un señor Baeza en el Café de Moncho de la calle 65. Baeza vestía al modo del siglo XIX y su sombrero de vaquero imitaba los que usan los cowboys de los westerns. Era hombre enjuto, un poco tirando a quijotesco, de poblada barba blanca y yo le calcularía unos setenta años de edad. Abominaba de los indios mayas y gustaba de recitar ciertas inútiles alabanzas al emperador Maximiliano.

-Yo no me ando con rodeos- hablaba sin tapujos ante sus oyentes de mesa-, no festejo a Juárez ni a Carrillo Puerto y lamento muchísimo la desaparición de Maximiliano. Algunos me hacen nacer en España paro no hay tal. Yo he nacido en Mérida en el centro de la ciudad, acaso por San Juan. Mi padre, uno de los conquistadores de Yucatán fue asesinado en una de las asonadas indias del quinientos. Desde entonces he vivido en la calle, esto es, he vivido andando por las calles en mis callejerías como me gusta llamar a mis paseos por la ciudad. Conocí y traté al alcalde Diego de Quijada en 1562, y me concedió algunos favores. Yo lo conceptúo como el primer trovador de Yucatán pues antes de él nadie, en esta tierra de guitarristas, tocaba la guitarra. El lo hacía en la casa de Montejo, por las tardes, mientras convalecía de una enfermedad. Claro, no cantaba canciones yucatecas sino españolas y no lo hacía nada mal.

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-iEs cierto que Quijada estaba un poco loco? – Loquísimo. Gustaba de salir a la calle en ropa de dormir y a veces, como Pompidú, sólo vestía el batón, y nada abajo. Le gustaba sentirse fresco en esta tierra de calores. Podía vérsele silbando todo el día o canturreando alguna vieja tonadilla; hablaba con palabrotas. Además del primer trovador en la historia de Yucatán es también el primer exhibicionista pues ya he dicho que se andaba en cueros públicamente (con sólo el botón encima); de pronto se armaba un corrillo en su derredor y mientras cantaba y bailaba con alguna prostituta en plena plaza grande, solía levantarse el batón y mostrarle el trasero a los sorprendidos transeúntes mientras gritaba alguna broma obscena …

-Bueno ¿y la gente no protestaba? – ¡Claro que protestaba! Pero debemos recordar que hablamos de mediados del siglo diez y seis y Quijada era el alcalde, y qué digo… !De hecho el gobernador de la península, y había comprado a los otros políticos y a los jueces y a quien se dejara comprar… Además, era muy amigo y protegido del obispo Landa, quien tenía un gran peso. -¡Ya imagino como trataría a los indios! – En su trato con los indios no había sentido del humor ni comportamiento obsceno sino simple crueldad. Azotó y colgó a muchos por idólatras y es fama que al campesino Pedro Na, a quien pilló sosteniendo relaciones con una gallina, lo mandó castrar y le hizo pagar una multa de diez pesos oro, que era mucho dinero en aquellos días …

-¡Vaya ficha que era este señor Quijada!

-Y solo le he contado a usted parte de la historia pues necesitaríamos de muchos días para imponerle de sus «hazañas» como alcahuete, violador y amante de los juegos de azar, en los que era un as. Bebía buenos vinos de Andalucía y su glotonería nunca estaba satisfecha. Por otra parte, gustaba de nadar en traje de soldado con plumas y medallas en su gorra o en su sombrero.

– Por todo lo que usted me ha confiado, acaso debiéramos considerar a Diego de Quijada como el más antiguo «tipo popular» de nuestra historia vernácula, antecedente del «Vate» Correa, de «Pachorra» y, más próximo a nuestros días, del ”Poeta del Crucero».

-Nada más que Quijada, antes que popular, era perverso, a diferencia de los otros que usted menciona, que eran hombres buenos… También conocí (que no traté) al entenado de don Francisco de Montejo, un tal Juan D ‘Esquivel, el cual vivía en la casa del adelantado. Este D’Esquivel es, a mi juicio, el primer pedófilo de la historia yucateca, por lo menos el primer pedófilo conocido, puesto que acosaba sexualmente a los chicos mayas, a los que cariñosamente llamaba «mis efebos». Una vez, en la misma casa de su padrastro, amarró a unas columnas a dos o tres de estos chicos y abusó el ellos. Claro que se armó el gran escándalo…

_¿y cómo terminó el asunto? ¿Fue castigado? -iPero, joven! ¿cómo iban a castigar al hijo putativo del gobernador? ¡Ni en sueños!

Oigame Sr. Baeza… todo esto que me cuenta es muy interesante y yo le creo. Pero ¿hay noticias escritas de estos hechos?

El Sr. Baeza, concluye bebiendo el resto de su «greca», le pide otra al mesero de «Mancho ‘s» y me responde con un aire de suficiencia:

-Mire, joven. Todo lo que he dicho y de lo cual me enteré en su momento, está registrado en los libros de historia. Lo de Quijada ha sido documentado exhaustivamente por France V. Acholes y Eleanor B. Adams en su obra «Don Diego de Quijada: Alcalde Mayor de Yucatán: 1561-1565», publicada en dos tomos por la librería Robredo de Porrúa del año de 1938 la noticia de la pedofilia de D’Esquivel la encuentra usted en las «Cartas de Indias»; la carta alusiva es la del franciscano Lorenzo de Bienvenida.

-En estas sus «callejerías», Sr. Baeza, usted ha de haber conocido, a través de los siglos, un gran número de sitios curiosos de la ciudad.

-Curiosos y siniestros, querido amigo. He conocido y frecuentado la plazas y plazuelas, las tabernas, los primeros cafés y las primeras fondas meridanas, los fu maderos de opio de los orientales que arribaron a la ciudad a fines del siglo XIX. He dormido en el Hotel de las Diligencias donde se hospedaron Stephens y Catherwood, pero también he dormido en mesones; y en tiempos de vacas flacas, en alguna banca de la Plaza Mayor. Observé a decenas de indios mayas levantar la catedral de Mérida, almorcé pipián de venado en la fonda de los agachados junto con el viajero español o cubano don Buenaventura Vivió un mediodía de 1845; bebí cerveza con el arqueólogo Maler en una cantina cercana a su casa por el barrio de Santiago; acudí como parte de la chusma a la Plaza Mayor para ver la ejecución del rebelde maya Canek la mañana del 14 de diciembre de 1761: me hallaba tan cerca del patíbulo que mis ropas se salpicaron con la sangre de Canek cuando los verdugos descuartizaron su cuerpo…; una hirviente noche del otoño de 1915 observé, un tanto asombrado, a una muchedumbre de ebrios y drogados conducidos por un limpiabotas llamado «Timbilla» penetrar en la catedral y demoler todo lo que encontraron a su paso…
-No vaya tan de prisa Sr. Baeza… acaso quisiera usted platicarme con más detalle parte de lo que ha atestiguado con el paso de los siglos…

Y el Sr. Baeza bebió su segunda greca de la mañana, encendió un pitillo y se dispuso a continuar su plática.