Fue Imelda quien lo sorprendió junto al horno de microondas.
Estaba atento, extrañamente atento. ¿Qué estaría cocinando a sólo media hora de la cena? La bolsa de palomitas estaba en la repisa, los sunchos bajo llave.
Por el grito de Imelda bajaron todos: los padres, la pequeña Luz y abuela Zoila. Llorando sobre la mesa de la cocina, la mujer del servicio señalaba el interior del horno.
Abuela Zoila, decidida matrona, se acercó al aparato, escudriñó el platón ensangrentado y giro tan rápido, cerrando los ojos, que por poco vuelca una silla. Se llevó una mano a la boca e intentó no llorar como Imelda.
-¿Qué has hecho, Gustavo Adolfo? – indagó con disgusto el padre. ¿Cómo te atreviste a tanto?
Auxiliada por Imelda, la madre tomó unas tenazas de aluminio y extrajo, uno por uno, los gatitos. Negruzcos fragmentos ya reventados y con las entrañas revueltas entre manchas de excrementos y orín hirvientes. El olor de los pelos quemados era insoportable y hubo que abrir las ventanas al jardín.
-Los ha de estar buscando la madre – insinuó abuela Zoila –Todavía no habían terminado de mamar.
-Ahora ya mamaron su propia muerte – dijo Gustavo Adolfo con una sonrisa que espantó a todos.
Abuela Zoila no se contuvo esta vez. Con una de aquellas manos de mujer del campo, curtida en afanes, cruzó el rostro de aquel nieto de mirada tan fría y espíritu tan negro.
El niño la miró con furia desatada. No estaba acostumbrado al castigo físico. Nadie, en sus once años, le había puesto la mano encima. Subió a su cuarto con indignado gesto. Amenazó muy claramente: llamaría por teléfono a la señorita Cordelia.
La dama no se hizo esperar mucho. Sicóloga del colegio “Príncipes”, tenía a Gustavo Adolfo bajo su cuidado desde tres años atrás. En cinco carpetas color durazno guardaba el registro de sus observaciones con bella tinta azul pálido.
Cordelia censuró la acción de la abuela Zoila. Golpear al niño era inadmisible, abuso de poder, máxime por un asunto de tan poca importancia
-Cocinar cinco pequeños animales ¿le parece de poca importancia?
-Dentro del cuadro conductual de Gustavo Adolfo, si. Es escasa la pérdida si tomamos en cuenta que el niño nunca antes se había decidido a llevar a niveles de hecho sus proyectos, sus pequeñas fobias, sus ansias de experimentar en el dolor ajeno.
-¿Le parece sano que dé muerte a cinco animales, a cinco crías?
-Sano es un término ambiguo. Los animales están sujetos a contingencias a cada instante. Las crías mueren aplastadas por piedras, sirven de festín a las fieras, caen en nidos de hormigas, ultimadas por vaya usted a saber cuantas amenazas. Así de simple.
Antes de retirarse, la señorita Cordelia solicitó una breve charla con Gustavo Adolfo. Minutos después, niño y maestra bajaron sonrientes por las escaleras. El incidente había terminado. Aquel se había comprometido, como terapia, a dibujar cinco gatitos en papel de seda y exponerlos en la cocina, junto al horno de microondas.
-No te entiendo, abuela. ¿Por qué fuiste al servicio de la señorita Cordelia si no te simpatizaba?
-Quería escuchar la opinión de sus superiores y de sus colegas.
-¿Quedaste satisfecha?
– Me enteré que fue uno de sus antiguos pacientes quien le causó la muerte. Ese detalle no lo difundió la prensa. Una de las últimas anotaciones en el registro del victimario dice: “conforme a sus reacciones actuales hay motivos para la esperanza”.
-Saludaste siquiera a la directora.
-No sólo la saludé. Incluso llené el registro de pensamientos. Fíjate que recordé ciertas palabras de la propia señorita Cordelia aquella vez que vino por el incidente de los gatitos. ¿Recuerdas? Me parecieron apropiadas.
“Los seres humanos están sujetos a contingencias sin fin. Los aplasta un pesado vehiculo, se afixian en sus casas, caen en abismos, sirven de festín a los dementes. Así de simple”