Mientras tanto en Italia: crónica personal de una pandemia.

Ana María Ramírez Navarrete

Florencia, Italia. 29 de marzo de 2020.

 

Cuando Apolo castigó a Casandra fue tan cruel como solo una deidad griega lo puede ser: no le arrebató sus dones proféticos, sino que la maldijo con la incredulidad de la audiencia. Puesto que sus vaticinios guardaban una apariencia disparatada, Casandra fue ignorada cuando advirtió sobre las calamidades ocultas en aquel célebre caballo de madera, y ya sabemos lo que eso le costó a la ciudad de Troya.

Algo parecido sucedió con la llegada del COVID–19. Oculto bajo la apariencia de rumor y alarmismo mediático, de trama de película de sci-fi, el virus pasaba desapercibido, despertando una suerte de pánico artificial. Si alguien con los poderes proféticos de Casandra nos hubiera advertido de la situación que hoy estamos enfrentando en Italia y en el mundo, jamás le hubiéramos creído. Cuando escuchamos por primera vez la palabra “coronavirus”, pensamos que se trataba de una de esas cosas que suceden en un país remoto, lejano a nuestras vidas tan ordinarias.

Poco a poco las cosas fueron cambiando. Se supo que el COVID–19  había llegado a Italia, y la noticia nadaba junto con los gossips de entretenimiento, catástrofes y erosiones políticas. Me pareció escuchar a alguien decir insensiblemente, intentando procurarse tranquilidad, “muoiono solo gli anziani”. ¿Solo? Así inicieron los debates sobre qué tan en serio debíamos tomarnos o no al coronavirus, y cómo estábamos protegiendo a la población de alto riesgo.

En todo el norte de Italia, especialmente en Lombardía, el virus se expandió con celeridad espeluznante. Es importante mencionar dicha región, pues a ella pertenece Milano, la ciudad italiana más relevante a nivel industrial y comercial, la New York de Italia. Es cuando la gente no pudo contener más su preocupación: “¿qué está pasando? ¿estamos en peligro?” Detener actividades en Milano y toda esa zona implicaba serias pérdidas económica que afectarían a muchas personas. Pero ya cada vez menos gente concurría las calles, por lo que algunas empresas obligaron a sus empleados a tomar vacaciones.

 

A pesar de mirar videos de la Piazza del Duomo vacía, vacía como nunca, el problema aún se percibía lejano en otras regiones. “En Toscana no hay casos”, nos repetíamos mi marido y yo, quizá afanados en evitar sucumbir al terror que no pocos medios promueven.

Las escuelas de todos los niveles enviaron las indicaciones que ya muy bien se conocen en otros países: guardar distancia, lavarse las manos, etcétera, etcétera. Lo mismo hicieron los gimnasios, bibliotecas, transporte urbano, y todos los espacios públicos.

Sin embargo, las medidas que se tomaron a lo largo y ancho del país fueron insuficientes para detener el aumento exponencial de contagios. Las autoridades decidieron cerrar las imaginarias fronteras de las regiones más afectadas para mitigar el número de contagios en el resto de Italia. Se dice que, al conocer sobre el inminente cierre, muchas personas, en su mayoría estudiantes y trabajadores, viajaron lo antes posible a sus regiones de origen –en el norte se concentran las mejores universidades del país–. Lo anterior fue calificado de irresponsable por la opinión pública, pues el objetivo del cierre de fronteras era exactamente el contrario.

Casi inmediatamente después de aquel anuncio que aplicaba sólo para ciertas regiones, se optó por la cuarentena nacional. Cerraron, primero, las escuelas, y los restaurantes operaban en horario limitado, con una especie de toque de queda. Posteriormente se ordenó el cierre de todo tipo de establecimiento, salvo supermercados, algunas oficinas gubernamentales, y farmacias. Los restaurantes sólo podrían ofrecer servicio a domicilio, tomando medidas de precaución.

La información oficial comenzó a mutar continuamente; íbamos a dormir con unas indicaciones y despertábamos con nuevas medidas aún más restrictivas. Han dicho que se extenderá la cuarentena, sin haber precisado aún por cuánto tiempo. A nadie le ha parecido una exageración, dada la magnitud del problema. Actualmente, no puedo alejarme por más de 200 metros de mi casa, se han instalado retenes, y distintas normas sancionan la desobediencia hacia las medidas instituidas por el Estado, el cual también ha decretado e implementado programas de apoyo económico y hasta psicológico.

Es difícil el encierro, pero es más difícil la incertidumbre. ¿Qué pasará después? No podemos asegurarlo, ni siquiera imaginarlo. Si las cifras oficiales son dolorosas –¿cómo los números, tan intercambiables y abstractos por definición, pueden transmitir tantos sentimientos?–, no queda palabra para describir lo que muchos seres humanos están atravesando: familias que no pueden verse, solitarias defunciones de parientes, despedidas que no suceden, sueños que no se cumplen.

Entre las mayores preocupaciones no se encuentra solo la salud. La cuestión económica es la más generalizada, sin ser la única. A muchas personas les aflige la situación política internacional. El encierro y la distancia afianzan aquel miedo. Sería un momento adecuado para que los medios de comunicación mostraran un mayor apego a la ética, pues algunos, a costa de aprovechar el aumento repentino de la audiencia y destacar entre la multitud, siembran el pánico y la desinformación. A su vez, nuestros deberes como ciudadanos y ciudadanas del mundo, se han intensificado. Informarnos de manera responsable y comportarnos a la altura de las circunstancias es lo mínimo que podemos hacer, y es lo poco que está en nuestras manos.

 Aquí no estamos jugando, aunque finjamos con nuestros hijos e hijas lo contrario, como el personaje de Benigni en La vita è bella. Mi hija ha incluido la palabra “coronavirus” a su vocabulario y no sé cómo me siento al respecto. Reímos y aprendemos, vivimos con alegría porque estamos vivas, porque estamos juntas, porque la alegría es un deber, sobre todo en estos tiempos. Ya volverán los soleados días toscanos en San Gimignano, las caminatas por Piazza Santa Croce, el gelato en Vivaldi. Ya vendrá, de nuevo, la vida en todo su esplendor. Mientras tanto, miremos por la ventana e imaginemos un paisaje o escena que amemos, la cual queramos materializar al terminar esta fase de la tragedia. Mi imagen favorita sucede de noche en la terraza de una casa de campo, festejando con personas queridas, mi hija está jugando al aire libre entre luciérnagas, y yo leo el conocido verso de Dante: “y salimos a ver las estrellas otra vez.”