Una autobiografía de Alma Reed: Las veredas y el bosque

La lectura de este fascinante libro puede hacerse a través de diversas veredas, todas llegan, desde luego, a un bosque: el amor de Alma y Felipe. En las veredas se pueden distinguir, acaso con tedio, figuras debatibles, pero, a un tiempo, el canto de las canoras nos avisa una y otra vez, y una vez más también, que poco importa la verdad, la fantasía o la fe en unas memorias que, como todas, son más literarias que históricas. Pero se precisa un deslinde: hasta las inexactitudes son encantadoras. Vale un ejemplo: se puede suponer que es obra del editor y no de la escritora otorgarle a Edward Thompson, la dignidad de «Sir». No es descabellado intuir que se produce una confusión con Eric Thomson, súbdito británico, elevado de rango por la Corona. Confundir de esa manera a Eric con Edward entraña una suerte de ironía: uno fue un científico que trabajó a favor de la repatriación de las piezas arqueológicas extraídas de Yucatán, el otro hizo exactamente la contrario. Y mucho más podrá decirse del texto de Alma y su visión de las circunstancias. No deja de asombrar que hasta su muerte en los años sesenta haya sostenido algunas posturas que ya habían negado trabajos historiográficos de solvencia. Las veredas por las cuales el lector puede peregrinar son:

*La de los fascinantes años veintes. Quizás los más cautivadores de la pasada centuria. En ellos las mujeres se subieron la falda, se soltaron la cintura, se cortaron el pelo y le sacaron la lengua a quien las vio con recelo. Esta corriente transformadora vibró en Yucatán en los tiempos de Carrillo Puerto con una enjundia cautivadora.

*Cierto, también los años veintes fueron años románticos, soñadores. Deteniéndonos un momento en la miradas de Ama y Felipe podemos encontrar una similitud asombrosa: la mirada quijotesca, dulce y certeramente soñadora y, a un tiempo, vagamente triste. Apenas si se tiene que decir: fueron los días de oro de la canción romántica yucateca.

*Esta es la época en que occidente volvió la vista a las civilizaciones de la antigüedad: Egipto, Cartago, Tebas, Atenas, Roma y Chichén Itzá polarizaban la atención, quizás se buscaba en ellas una respuesta para el nuevo orden. Esta novedad le daba un atractivo a Yucatán en el mundo entero. Atractivo que se mezclaba sin pautas con las leyendas negras de la industria henequenera y las no menos oscuras de la Revolución.

*No podemos omitir un punto trascendente. Cuando Alma llega a México por primera vez corrían los días de la presidencia de don Álvaro Obregón y con ellos la necesidad de obtener el reconocimiento del gobierno de los Estados Unidos. La historia lo había demostrado con nitidez: de la relación con los vecinos del norte dependía en mucho la duración y buenaventura de un gobierno. Don Benito Juárez lo entendió a muy buena hora, don Porfirio pareció olvidarlo. Don Venustiano Carranza quizás se obnubiló. Lo cierto es que Obregón, habilísimo como fue, lo razono con exactitud y desde entonces hemos vivido como unos «tratados de Bucareli» permanentes y ningún presidente, ni a los más hablantines, se les ha antojado desconocerlos. Sin embargo para las pretensiones de Obregón la periodista Alma Reed fue una figura importante.

*Si la ideología es la contrahechura de la religión, la historia de Alma y de Felipe puede ser una prueba elocuente. De origen católico ambos, ella con raíces irlandesas y el mexicano», atravesaron la línea y asumieron nebulosamente algunos principios del socialismo como vía para cumplir con lo que creían. No existía una explícita formación ideológica, concurría una pasión por crear un mundo mejor.

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