Publicación original en Letras Libres | Mayo 15 de 2014 | Por Arturo Fontaine
El domingo 28 de abril de 1968 Alone, el crítico literario chileno, dedicó su comentario semanal en El Mercurio a Cien años de Soledad, novela aparecida algunos meses antes, en 1967, y que había agotado ya tres ediciones. «Alone» es el pseudónimo de Hernán Díaz Arrieta (1891-1984), quien escribiera, entre muchos otros artículos y libros, una serie de luminosos ensayos acerca de En Busca del Tiempo Perdido publicados en 1928. El último tomo había aparecido en Francia sólo un año antes. ( Se pueden leer en el libro de Daniel Swinburn: Para Leer a Proust, la Mirada de Alone, El Mercurio-Aguilar, 2001) Fue un influyente comentarista de la poesía de Gabriela Mistral y es muy probable que haya sido «el primer descubridor» de Neruda. Desde luego, financió él mismo la publicación de Crepusculario, el primer libro de Neruda. Sus «crónicas literarias», como las llamaba, fueron decisivas para la inmediata consagración y continua presencia de la obra de Neruda en su país, que él nunca dejó de examinar, a veces, con reparos e incluso, diría, incomprensiones, pero sin jamás dudar del talento genial del poeta. Era hombre de arraigadas convicciones liberales y enteramente opuesto a Neruda en cuanto a ideas políticas. En él se basó Roberto Bolaño para inventar al crítico literario «Farewell», personaje de su novelaNocturno de Chile.
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.» Así comienza este «relato compacto», dice Alone, «juntando en una misma frase un pretérito desconocido, después de un presente incógnito y frente a un futuro que más tarde se recordará»…. Alone celebra la «impresión inmediata de soberana soltura que produce esa frase inicial…» Y más adelante afirma: «Realista hasta la crudeza minuciosa, a ratos mágico, inverosímil, siempre claro y sólido, el relato acumula en orden tal cantidad de hechos y dichos, de personas y de dramas, historias, anécdotas, episodios e intrigas que casi no se diría una novela sino un almacén, un tesoro de materiales novelescos alternados, vivos y fantásticos, de un interés que no decae y que se recorre apasionadamente, como un proceso de creación a la vista… Todo eso, hombres, animales, casos, cosas, casas, empujado por igual torbellino, de principio a fin, unos tras otros, verídicos o inventados, termina formando una masa que acaso sea la imagen de la humanidad: polvo, ceniza y nada.»
Con todo, concluye: «No le falta sino un no se sabe qué… para ser llamada una obra maestra». Antes dice que uno va de acontecimiento en acontecimiento «lleno de vehemente curiosidad»… «pero sin que nada, en el fondo, le importe, como si se tratara de un espectáculo o de un juego»… Hay un no se qué «de distante, de ajeno, aun se diría de exterior e inútil»… Alone habla de una «fundamental carencia»… «de una serenidad impasible»…de «la actitud del creador …que no se inmuta por nada»… «Diríase una fuerza de la naturaleza. Pero le falta el alma».
No sé quién haya hecho una crítica más aguda a Cien años de Soledad. ¿Pero tiene razón Alone? Lo impresionante es que el propio García Márquez reconoce esta imperturbabilidad del narrador como un rasgo esencial de su novela: «Me contaba (mi abuela) las cosas más atroces sin conmoverse como si fuera una cosa que acababa de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias. Usando el mismo método de mi abuela, escribí Cien Años de Soledad. (Ver Plinio Apuleyo Mendoza: El Olor de la Guayaba, Editorial Oveja Negra, pg. 30)
El relato de «las cosas más atroces sin conmoverse» es , entonces, según el propio García Márquez una característica esencial de la construcción de su novela. La atroz matanza de 3.000 trabajadores en la estación que cargaron en un tren de doscientos vagones y arrojaron al mar, es un ejemplo. Se impone la versión oficial: no existió. Salvo Aureliano y un tal Gabriel —cuya sigilosa novia, Mercedes, es hija de un boticario y consigue irse a París, donde escribe de noche en el cuarto en el que murió Rocamadour— parece que nadie cree en ella. Lo sorprendente no es que las autoridades responsables quieran borrar lo ocurrido, sino que el pequeño y lejano pueblo de Macondo no sea afectado por esa tremenda matanza. No hay viudas, no hay novias, no hay hermanos ni hermanas, no hay hijos que padezcan esas muertes. No hay verdadero dolor ni duelo. En eso Alone intuyó algo real. La vida sigue como si nada.
Puesto en otros términos: en Macondo no hay lugar para la verdadera tragedia. El lado verdaderamente oscuro y agobiante de lo humano queda excluido. La muerte y el horror están vistos desde fuera de ellas. No es el ángulo subjetivo de Henry James o Proust o incluso Faulkner o Rulfo. O, para mencionar escritores más cercanos, de Carver y Naipaul, autores en los que hay un sufrimiento espeso y concentrado. La tragedia exige espacios cerrados y una trama basada en unos pocos protagonistas. Kafka, por ejemplo, crea esos espacios confinados.
«Mi problema no fue imitar a Faulkner, sino destruirlo», ha dicho García Márquez. «Su influencia me tenía jodido». (Plinio Apuleyo Mendoza, pg. 50) Los personajes de Faulkner -solitarios, arcaicos, condenados por su pasado- tienden a encerrarse. Cien Años de Soledad está llena de personajes que se encierran en una pieza, en una casa. Pero en Faulkner el pasado es una herida siempre abierta y los personajes no pueden escapar de él. El tono – y por consiguiente el mundo de Faulkner- es muchísimo más sombrío que el de la ficción de García Márquez.
La tragedia es posible si vemos el mundo desde Edipo. Pero si nos alejamos, Edipo es reemplazado por Creonte que tendrá su ciclo y también su tragedia —la muerte de su hija Antígona que causará además la muerte de su hijo y de su mujer— y así… La historia de la estirpe al alargarse en el tiempo y llenarse de episodios disímiles hace que cada una de esas tragedias pierda presión. Pero La Guerra y la Paz —» la mejor novela que se ha escrito», a juicio de García Márquez (Plinio Apuleyo de Mendoza, pg.49)— es episódica, no es propiamente una tragedia, pero hay en ella dolores hondos. Lo que pasa es que el narrador Tolstoyano habita en el interior del mundo íntimo de sus muchos y variados personajes. García Márquez, en cambio, se sitúa en el punto de vista de la especie, de la estirpe que perdura idéntica a sí misma a través de las generaciones que nacen, viven y mueren. «Pues la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo del eje». (Cien Años de Soledad, Editorial Sudamericana, pg.334)
De hecho, cuando García Márquez ha querido narrar el dolor a secas ha recurrido a la no ficción. Esto es sumamente sintomático. Y lo ha hecho con maestría. Ahí está su libroNoticia de un Secuestro.
Proust escribió páginas extraordinarias contando la muerte de la abuela. Hay esperanza y suspenso hasta el último minuto. La ternura del protagonista de la novela, su amor real por esa vieja y el sufrimiento que le causa el que sea arrancada de la vida sacuden y siguen sacudiendo en el recuerdo. La extrañeza y violencia de la muerte, su misterio, se plantan delante nuestro con ferocidad. La muerte de Úrsula, la gran abuela de Cien Años de Soledad, está narrada completamente en otra cuerda. Su muerte es lenta y pacífica. La vieja se ha transformado antes de morir en un juguete de los niños.
«Parecía una anciana recién nacida. Amaranta Úrsula y Aureliano la llevaban y la traían por el dormitorio, la acostaban en el altar para ver que era apenas más grande que el Niño Dios, y una tarde la escondieron en el armario del granero donde pudieron comérsela las ratas. Un domingo de ramos entraron al dormitorio mientras Fernanda estaba en misa, y cargaron a Úrsula por la nuca y los tobillos.
—Pobre tatarabuelita —dijo Amaranta Úrsula—, se nos murió de vieja.
—Úrsula se sobresaltó.
—¡Estoy viva! —dijo.
—Ya ves. —dijo Amaranta. Úrsula, reprimiendo la risa.—, ya ni siquiera respira.
—¡Estoy hablando! —gritó Úrsula.
—Ni siquiera habla —dijo Aureliano—. Se murió como un grillito.
Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. «Dios mío», exclamó en voz baja. «De modo que esto es la muerte». Inició una oración interminable, atropellada, profunda, que se prolongó por más de dos días, y que el martes había degenerado en un revoltijo de súplicas a Dios y de consejos prácticos para que las hormigas coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a casarse con alguien de su propia sangre, porque nacían los hijos con cola de puerco…» Y, sin embargo, no había muerto todavía, pues «amaneció muerta el jueves santo». Y «Poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios. Al principio se creyó que eran una peste…» El torrente de sucesos continúa sin pausa. El narrador no alcanza ni siquiera a poner un punto aparte. Pues ahora se viene la historia de los pájaros y aparece un engendro de mujer y macho cabrío, en fin… (Cien Años de Soledad, pg. 290-291)
Sin embargo, este modo de morir de Úrsula expresa inmejorablemente la concepción que subyace a la novela. «Macondo, más que un lugar en el mundo, es un estado de ánimo,» ha dicho García Márquez.(Plinio Apuleyo Mendoza, pg.80) Ese estado de ánimo tiñe todo lo que ocurre en el libro. La muerte de Úrsula es tan gradual que resulta esperable y natural. A diferencia de la abuela de En Busca del Tiempo Perdido, mucho antes de morir ya Úrsula no pertenece realmente al mundo de los vivos. Su muerte, entonces, no es ningún drama. En el relato de su final se mezclan la lejanía, el cariño y el humor. ¿No es esta otra manera de experimentar la muerte tan real y verdadera como la de Proust?
Lo que encantó y sigue encantando de Cien Años de Soledades la fuerza y exuberancia de la vida. El lenguaje de la novela, cerca del arcaísmo, sugiere algo antiguo, pero sin artificios, y siempre tiene gracia y sabor. La frase es flexible, rotunda, veloz, convincente, natural, pero nunca antes vista, nunca antes escrita. Su estilo exagerado y a la vez concreto, es contagioso y desborda de humor y poesía. Porque las imágenes y comparaciones trasuntan verdadera poesía. Para García Márquez la novela es «una transposición poética de la realidad».(Plinio Apuleyo Mendoza, pg. 60): «La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos». (Cien Años de Soledad, pg.268) El lector lee como hechizado y va de maravilla en maravilla sumido en una belleza inaudita. El narrador quiere a sus personajes, simpatiza con ellos —incluso con los más extremados y estrafalarios— y en el fondo los redime. Son personajes únicos que jamás habían estado en un libro. Y esa fuerza y esa exuberancia, esa inconmovible fe en la vida, son posibles gracias a una mirada en la que el asombro de la poesía convive con lo remoto y en la que «el espejismo de la nostalgia» se impregna de humor. Esa distancia de lo remoto es una condición sin la cual no se crean las maravillas que sorprenden en cada página abigarrada de rápidos sucesos. Toda obra de arte, incluso una obra maestra, se debe a sus limitaciones. Todo lo que existe, existe en virtud de su forma, pensaba Aristóteles, y eso es plenamente válido en el mundo de arte. Y toda forma es delimitación. José Donoso hablaba del sacrificio que supone una buena novela. Cien Años de Soledad encarna una cierta poética y en ella —como en toda estética determinada y concreta— no todo es posible. Hay miradas y sentimientos que quedan excluidos. La visión, el estado de ánimo, la atmósfera de Residencia en la Tierra de Neruda —»el gran poeta del siglo XX en todos los idiomas,» según García Márquez (Plinio Apuleyo Mendoza, pg.52) —obviamente no cabrían en el mundo de Macondo.
En Hollywood se dice que la fórmula de la comedia es tragedia + tiempo. La abuela que muere para Proust es un ser muy, muy cercano. Úrsula para sus tataranietos es un ser incomparablemente más remoto, lo que hace posible un humor tierno. En la novela se repite a menudo la palabra «nostalgia»: «El coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitar, más atormentado por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus sueños, pues había llegado al término de toda esperanza, más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria.» (Cien Años de Soledad, pg. 154) En las hazañas épicas del coronel se entrecruzan el heroísmo, el fracaso reiterado, la grandeza, el absurdo y la nostalgia. Pero el narrador no se fía demasiado de la nostalgia y la matiza con el humor, un humor poético que en cierto modo nos devuelve a una nostalgia aportillada, eso sí, por un leve y alegre escepticismo.
La vida redime a la vida. La tragedia es superada por ese río. Muere Ursula y los pájaros se estrellan contra los muros y aparece un engendro de mujer y macho cabrío al que capturan y cuelgan de los tobillos en un almendro de la plaza hasta que se seca. El narrador está siempre del lado de la estirpe, del gozo vital. No sé en qué escritor esa capacidad de gozar la vida se dé con mayor intensidad. Los individuos pasan y la estirpe continúa. Hasta que la cadena se corta por el incesto de los parientes que se aman: «… los amantes solitarios navegaban contra la corriente de aquellos tiempos de postrimerías, tiempos impenitentes y aciagos, que se desgastaban en el empeño inútil de hacerlos derivar hacia el desierto del desencanto y el olvido» , pero conscientes de esa amenaza «pasaron los últimos meses tomados de la mano, terminando con amores de lealtad el hijo empezado con desafueros de fornicación.» (Cien Años de Soledad, pg. 346) Lo que pone fin a la larga familia es el aislamiento, el encierro. El incesto inadvertido ejemplifica esa soledad, una soledad que lleva cien años.
Cuando el último de los Buendía logra, por fin, descifrar los manuscritos de Melquíades, comprende que vaticinaban todo lo que ocurrió y se salta páginas precipitadamente y trata de adivinar, entonces, cuál será el final y justo cuando lo lee, llega. Hay algo de la emoción que provoca el Aleph. Y algo del Génesis: la palabra crea el mundo. Macondo, se leyó en la primera página a la que uno ya quiere volver para que Macondo vuelva a existir, estaba «a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo»…
Después de todo, una obra maestra. Una de las más grandes de la lengua.