La muerte entró a mi casa y vivió en ella cinco largos años. Apenas escribo esto aceptó el equívoco: vivimos con la muerte y aun así podemos ser felices.
El final ya era inminente, pero un domingo, día del padre, María José abrió los ojos y con su inquebrantable amor a la vida me preguntó “¿Qué quieres de regalo?”, “Que te confieses y comulgues”, fue mi instintiva respuesta. Durante los últimos años solía decir: “Estoy molesta con Dios”. Aceptó los sacramentos con sonrisas.
Mi hermano Dwigth fue a buscar a Jorge Laviada quien llegó a mi casa y me dijo que primero me confesaría a mí. Fuimos al comedor. No puede hablar, me fue imposible. Lloré por la fragilidad de los hombres ante la crueldad del destino, lloré por el dolor de los míos y por mi urgencia de Dios. Jorge no me dijo una sola palabra. Confesó y asistió a María José, días después todo había acabado para ella aquí en la tierra.
Hace algunos meses busqué a Jorge Laviada Molina. Me dio cita en su oficina del Seminario. Jorge no era un bonachón. Pequeñas miserias nos envolvieron en un diálogo rudo. Sentí su tono de reproche. Respondí. Recuerdo su voz de bajo y la firmeza de su rostro. Argumenté sin convencerlo, sin lograr que se retrajera.
Para mí el debate fue inesperado y no quise que nos hundiéramos en el así que llegué al punto: “Jorge ayúdame”. En ese instante Jorge Laviada me mostró la imagen de Dios Padre y de Jesucristo el Buen Pastor. Lo volví a ver en los oficios de Semana Santa. Nos abrazamos. No volví hablar con él hasta ayer a medianoche. Hablamos como siempre, con franqueza, abiertamente, pero con la esperanza en que vivir vale la pena, pero morir también.