El pasado domingo Yucatán vivió una jornada prodigiosa. Somos un Estado paradigmático  en índice de votación. Las votaciones son un indicio del desarrollo de los pueblos, de su civilidad, de su vida social y de su armonía.  Ya lo sabemos : nuestros orígenes no son democráticos, ni los mayas ni los españoles tenían una tradición democrática. Nuestro contacto con los Estados Unidos pudo haber influido en ese aprecio por la voluntad popular como arma frente al poder. Otro tanto pudieron haber hecho los oprobios  de la Federación: desde la ruptura del pacto federal hasta las mofas de Díaz Ordaz por el agua potable, pasando por el desmembramiento del territorio del estado y la destrucción de la industria henequenera.   Por eso es doloroso lo que está pasando. Dos signos han venido a ensombrecer este día luminoso: la “caída del sistema”, propia de 1988 , y el que las autoridades y los adversarios no hayan aceptado la voluntad popular y    hayan felicitado al vencedor. Esto  golpea lo ocurrido el domingo. Las autoridades ofenden al pueblo que votó  y demuestran estar muy por debajo del nivel de una sociedad que cree en la democracia. Los adversarios en la contienda reafirman la razón por la cual  pudieron haber perdido : no quieren oír al pueblo. Más conmovedor es lo que nos está ocurriendo cuando se enfrentan dos datos: somos un estado ejemplar en votación y uno vergonzante a la hora de reconocer los resultados de la voluntad del pueblo. La generosidad de un pueblo contra la mezquindad de algunos. Lutero escribió una carta a los pioneros que empezaban a poblar el territorio de los que hoy es Estados Unidos: ahí donde no haya pastor vote la asamblea y elija a un pastor. Ese día la democracia tomó nivel sagrado: la voluntad de la mayoría es la voluntad de Dios.  La historia ha demostrado que violentar la voluntad popular  es instaurar una era de desventura. Nadie quiere eso para Yucatán.