Las revoluciones, hijas de la razón, llevaban un planteamiento filosófico, su oferta era la utopía; pretendían cambiar el orden instaurando por uno prodigioso; todas, desde el siglo XVII, se ajustaron, a ciertas reglas que no impidieron sus logros, entre otras: las disputas entre las facciones tras el triunfo, la revelación de un minoría que empezaba hablando en nombre de las mayoría y terminaba sustituyéndola, la instauración de una ética: lo que es bueno para la revolución es bueno, lo contrario es malo. Ya se ha dicho: lo que sí se obtuvo en las últimas décadas del siglo XX fue el desencanto por las revoluciones y las utopías. Las revueltas son populares y espontáneas, carecen de planteamientos filosóficos, quizás por eso desaparecen como brotan. Los hechos del 68 y el levantamiento zapatista de Chiapas tuvieron más de revuelta que de revolución. La rebelión es más individual; cierto, es la relación de Lúcifer con Dios: solo pretende injuriar, no acabar con el poder. No cuestiona el poder mismo sino su uso. El rebelde no quiere que desaparezca el poder , quiere insultarlo, de ahí que resulte absurdo reprimirlo. Los ecologistas, los “globalifobos” y , en la actualidad, los “indignados”, son muestras de rebeldía. El advenimiento de la era de las redes sociales y la “Primavera Árabe” nos han mostrado que el rebelde , escribiendo en soledad, es leído por otros y así se forma una comunidad que deviene en una revuelta vigorosa capaz de derrocar gobiernos pero incapaz de instaurar un nuevo orden.
Los reformistas tampoco pretenden sustituir al poder, solo impedir sus abusos. No solo hay similitudes entre los rebeldes y los reformistas sino entre éstos y los revolucionarios; la diferencia entre estos últimos está en el procedimiento: los unos son amigos del diálogo y la evolución, los otros de la violencia. En la primera década del tercer milenio la Coparmex Mérida dejaría claro no solo su carácter de institución de activo reformismo sino algo más y no menos notable, su liderazgo en la sociedad civil.