Publicación original en Letras Libres | Octubre 22, 2014

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La violenta muerte y desaparición de varios jóvenes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, ha sacudido la conciencia nacional. Los puntos de vista nacen desde emociones muy profundas: indignación, dolor, miedo, ira, impotencia, tristeza. Ante esta crisis, la sociedad mexicana tiene derecho a entender cuatro cosas para comenzar a encontrar un mínimo de orden en medio del caos: qué está pasando, por qué ocurrió, quiénes son responsables y qué se está haciendo para resolver el problema. En vista del colapso de credibilidad de los actores municipales y estatales, el liderazgo político nacional debe establecer una narrativa de los hechos a fin de reducir la incertidumbre, acotar el problema, rendir cuentas a la sociedad sobre las acciones que se van tomando, deslindar responsabilidades y generar apoyo colectivo a la solución. Esa narrativa debería estar construida sobre cuatro pilares:

El primero es oportunidad. Para que el discurso gubernamental refuerce su legitimidad, es clave que esté en sintonía con los tiempos y formas en los que se desarrollan los acontecimientos. Aquí el gobierno federal perdió días valiosísimos tratando erróneamente de enmarcar la matanza de Iguala como un problema local, cuando no lo era. Fue hasta que la prensa internacional comenzó a criticar duramente al presidente de la República que se activó la comunicación gubernamental. Para entonces, el daño a la credibilidad ya estaba hecho y el gobierno apareció omiso y reactivo, dentro y fuera del país. Es hora de enmendar ese error a fin de brindar más certidumbre a la sociedad.

El segundo pilar es claridad. Tal como lo ha descrito Brianna Lee, una analista estadounidense, si parecía que el gobierno anterior estaba “obsesionado” con la seguridad, el actual parece “obsesionado con no estar obsesionado”. Al eludir el tema, el gobierno dejó de construir y comunicar una narrativa clara y efectiva sobre su política de seguridad, vacío que han llenado los medios, las ONGs, los académicos y demás actores con sus propias explicaciones. Cuando la historia que cuenta lo que haces no la cuentas tú, te arriesgas a que nadie te entienda y a que pocos te crean. Por eso, en las buenas, como cuando capturaron al “Chapo” Guzman, no hubo dividendos importantes en términos de aprobación: si no comunicaban la relevancia de arrestar al “Chapo” ¿a quién le importó que lo hicieran? En las malas, como en el caso de Iguala, la ausencia de narrativa hace ver al gobierno federal reaccionando tarde ante acontecimientos que parece lo tomaron por sorpresa.

El tercer pilar es transparencia. En una crisis la información puede cambiar en cuestión de minutos, a medida que los hechos dan giros inesperados. Por eso es fundamental no precipitarse a comunicar información que puede ser imprecisa o especulativa. Pero es igualmente importante no hacer lo opuesto: guardarse información vital para la sociedad también hace más mal que bien. En días recientes, el giro discursivo del gobierno de “castigaremos a los responsables” a “lo más importante es encontrar a los jóvenes desaparecidos” ha desatado toda clase de especulaciones sobre si los normalistas desaparecidos están vivos o muertos y sobre si el gobierno sabe qué pasó y no lo está informando. Es fundamental no caer en la tentación de dosificar información delicada. Una cosa es guardarse unos días la renuncia de la directora del Politécnico para aparecer ante estudiantes inconformes como buenos negociadores y otra muy distinta es tirar los dados con información sobre la vida o la muerte de decenas de jóvenes. La confianza sólo se gana con transparencia.

Y el cuarto pilar es sensibilidad. Se sabe que la retórica presidencial es abundante en el uso de eufemismos, pero cuando pega la tragedia hay que llamar a las cosas por su nombre para transmitir verdadera empatía. “Jóvenes afectados y violentados en sus derechos” no es una manera sensible y cercana para referirse a personas inocentes que han perdido la vida a manos de quienes tenían que protegerlos. Hay que transmitir verdadera indignación y consternación en la palabra y en la acción. No basta con calificar los “hechos” una y otra vez como “dolorosos e indignantes”. La sensibilidad genera cercanía y confianza y por eso es tan importante que la comunicación con la sociedad se dé de manera más empática.

Pienso que Ayotzinapa no es una crisis tradicional que tendrá un principio, una evolución y un fin, como un accidente o un desastre natural. Es el brote más reciente de los síntomas de una larga crisis estructural de la sociedad mexicana. Es una crisis política y de instituciones. Pero también es una crisis social, una crisis de valores que nos obliga a darnos una buena mirada frente al espejo. Ni los despreciables criminales de “Guerreros Unidos”, ni el inefable y criminal alcalde de Iguala, ni el gobernador del estado son entes que aparecieron de la nada, cual inexplicable plaga bíblica. Son mexicanos como nosotros. Nacieron y crecieron entre nosotros. Son producto de una sociedad que durante décadas ha sido tolerante y permisiva con la corrupción y la ilegalidad. Una sociedad que ha permitido que personajes como los que hoy la horrorizan se encumbren en los cargos públicos más altos. Una sociedad que admira a sus delincuentes y desprecia las leyes. Una sociedad que prefiere decir que sus problemas son totalmente culpa de otros: “los partidos políticos”, “la guerra contra las drogas”, “la estrategia fallida”, “las reformas estructurales impopulares”, “la pobreza” antes que tratar de organizarse y buscar soluciones en su propio seno.

Me pregunto cuántos Ayotzinapas van a tener que pasar para cuestionarnos a fondo si podemos seguir funcionando como país con la corrupción y la impunidad hasta el cuello o si es hora de quitarnos la venda de los ojos y darnos cuenta de que el líquido que decíamos que aceitaba los engranes ya se desbordó, que la máquina ya se incendió. Es hora de asumir nuestra propia responsabilidad para aportar algo al cambio que queremos ver para nuestro país, al que tanto hemos maltratado con nuestra indiferencia y autocomplacencia. Seguir culpando a otros, seguir esperando que otros den la lucha que es nuestra, solo es darle cuerda otra vez al reloj que marca la cuenta regresiva al próximo Ayotzinapa.