La cocina es, a un mismo tiempo, fuente de salud y de placer. Es sustento y felicidad. En la combinación de olores, sabores, colores y texturas han encontrado los hombres de todos los pueblos fórmulas para la energía y la complacencia. Y se puede decir más: en la antigüedad los alimentos tenían poder medicinal. La creencia, muy latina, de que del amor y del humor de quien prepara la comida dependen la salud y los estados de ánimo de quienes las ingieren prevaleció hasta este siglo. Yucatán no ha sido la excepción. Desde los tiempos prehispánicos la cocina maya presentaba un variado repertorio con rituales para su confección y, también, con los espacios para la inspiración que exigía el arte culinario. Varios historiadores coinciden en que el pueblo maya gustaba de los placeres de la gastronomía y que se sentía orgulloso por eso. Algunos elementos de la antigua cocina maya han prevalecido, otros se transformaron y algunos, explicable, y otros inexplicablemente, fueron desterrados.
Yucatán ha sido atávicamente un territorio pobre, sin embargo, la creatividad y el ingenio dieron lugar, y lo siguen haciendo, a una cocina cautivadora no sólo para México sino para distintas partes del mundo. La cocina colonial, que era realmente mestiza, prevaleció prácticamente inalterada hasta finales del siglo XIX cuando empezó a recibir la influencia de la cocina europea que se extendía por todo el mundo en el contexto de la Belle Epoque. Yucatecos que pasaban largas temporadas en Europa, de placer o estudiando, introducían elementos novedosos en la cocina regional.
A lo largo del siglo XX la gastronomía en todo el mundo ha sufrido el fenómeno que se deriva de las complicaciones de la vida cotidiana, que parecen obligar a prácticas más simples y más rápidas en materia de hábitos alimenticios. La comida, de lo que en siglos pasados se llamaba “del diario regular”, no puede exigir de hombres y mujeres un tiempo del que no se dispone. Ésta parece ser una premisa que marca la vida cotidiana, sin embargo, su veracidad es a todas luces incierta; como dudosa resulta la creencia de que todo lo que se confecciona con rapidez, a menudo falsa, puede resultar sabroso y al mismo tiempo nutritivo. Esta es una aportación de la cultura puritana de Estados Unidos de Norteamérica. Ya se sabe: el puritano requiere su tiempo para otros menesteres y desprecia la sensualidad. Empero, al menos para los mexicanos, la comida, como la fiesta, posee condiciones que parecen inseparables con valores místicos y rituales: “es un retorno al principio, cuando todos estábamos juntos y felices”. Estados Unidos descubrió la fiesta y la comida en el siglo XIX, y a falta de una tradición al respecto, han abierto sus fronteras a las cocinas de todo el mundo. Su visión no es como la nuestra. Es por esto, posiblemente, que para los yucatecos prevalece aquello de que la comida es un canto de alegría del paladar al alma.
Sin embargo, la situación imperante no supone una evolución natural, sino más bien ciertas formas de eliminación o simplificación. Un ejemplo ilustrativo: el arroz blanco frito con ajo y cebolla, que hoy es sopa frecuente en las mesas, no existía como tal; no aparece en el célebre Prontuario de cocina para un diario regular, escrito por doña María Ignacia Aguirre, bien conocida “por lo primorosa en el arte”, y que fue el primer recetario de cocina yucateco, editado en 1832.
Por el contrario, aparecen distintas recetas para el arroz que incluyen otros ingredientes tales como: caldo de puchero, chiles dulces, tomates, azafrán, especias y yemas de huevo crudo; se pueden descubrir las recetas de la torta de arroz, el tamal de arroz, arroz a la valenciana y, finalmente, llegar a la conclusión de que el arroz más simple requería de tomates, pimienta molida, chiles dulces, azafrán o achiote, aparte de la cebolla y el ajo. No deja de resultar asombroso el caso de la “sopa cubierta” o “rochuna”, que hasta principios del siglo XX era un platillo frecuente; se dice que esta sopa es originaria de Santo Domingo y fue traída a Yucatán por la familia De la Rocha cuando inmigró a la península.
He aquí su descripción general: una capa de arroz amarillo se rellena con picadillo de carne de cerdo, con pedazos de huevo duro, chile, pimiento dulce, aceitunas, pasitas, alcaparras y almendras, se cubre con otra capa de arroz y se hornea. La “sopa rochuna” no se identifica hoy ni siquiera como típica de la región. No menos revelador es el caso del “picadillo de costrada”, que si bien es cierto hasta hace algún tiempo se ofrecía en algunas fondas de Tizimín, ha perdido la presencia que tuvo. El picadillo de costrada es un platillo a base de carne de puerco cocida y frita, aderezada de huevos batidos en vinagre con alcaparras, almendras picadas y fritura de cebollas, ajos, pimienta, comino y azafrán molido. La “costrada”, que hoy puede parecer exótica, era de elaboración cotidiana en las casas yucatecas y se hacía con una hojaldra rellena no sólo del picadillo ya descrito sino de venado, bechitas (variedad de ave), pescados o mariscos bien sazonados y mayor abundamiento, la hojaldra no necesariamente tenía que ser dulce; hoy ha prevalecido la “hojaldra de venado alcaparrado”, pero la “costrada” como tal, parece haber desaparecido. Dos casos adicionales, uno de origen eminentemente español y otro maya: en el libro que describe su estancia en Yucatán, Waldeck asevera: “El jamón en vino es el mejor plato de la comida yucateca”. Si bien es cierto que la afirmación del visitante conlleva un juicio personal, no es menos cierto que el “jamón en vino” era un plato típico de la cocina regional que se confeccionaba con recetas de estirpe andaluza en cuanto a la preparación del jamón. En la actualidad no parecería afortunado aseverar que el jamón, ya sea en vino o con tomates, es típico de la cocina regional. El caso maya lo constituye la chakop, que no es otra cosa más que una tostada roja, que logra su color por “el mejor y máximo” condimento yucateco, el achiote. Han prevalecido a través de los años las “arepas”, los iswahes, pero las chakopes fueron desplazadas por las tortillas de origen mexica.
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