Hace unos días leí que los letreros en las puertas con estas dos palabras eran una especie de incitación a la violencia. Prevalece la idea de que jalar y empujar son voces rudas, de arrebato, poco amables. Como se trata de una traducción literal del inglés, push y pull, son palabras inconsecuentes con nuestros usos y costumbres.
Digamos que desde la primera hora de la Colonia el español mexicano ha vivido una búsqueda constante de eufemismos, de fórmulas para suavizar el idioma. Si el español de España hoy nos parece áspero ¿Cómo sonaría en el siglo XVI a los habitantes del altiplano? El acento cantado de los nahuas y sus territorios dominados encontraría intolerable la aparente brusquedad del castellano. Hoy en día nos incomoda que en la televisión española se le llame a la región anatómica donde la espalda pierde su buen nombre con una voz de cuatro letras. Asentaderas es lo propio, lo educado, lo cortés.
Ese sabio que fue don Pedro Henríquez Ureña hace un lúcido análisis de la palabra “doña” en el México colonial. El título se le daba a las mujeres de alto rango social, pero pronto en la Nueva España se dejaron de hacer distinciones porque era humillar a una mujer llamándola simplemente “señora”. Curioso es el caso, en Yucatán, donde somos básicamente ajenos a las sutilezas y la dulzura al hablar, hoy decimos “doña” y en la ciudad de México se dice “señora”.
Nadie ha expresado con más elegancia y simpatía esta diferencia al hablar que don Marco A. Almazán en una de sus novelas. Conversaban en un café dos compadres, uno español y el otro mexicano. El español dice “Mesero”. “Oiga compadre, no le hable así”, dice el mexicano. “¿Porqué compadre?”, inquiere el otro. “Está bien que el muchacho sea mesero pero no es para que se lo restriegue usted en la cara”, argumenta con convencimiento el mexicano. El genial Almazán nos describe una escena frecuente en la actualidad: si va uno por el Valle de México y sus alrededores y encuentra a alguien para preguntarle qué tan lejos está un sitio determinado recibirá por respuesta: “Nomás tras lomita”, aunque falten 500 kilómetros para llegar. Viajaba yo de Toluca a la ciudad de México con un clima por debajo del cero. El cuerpo demandó eliminar los líquidos innecesarios, en plena autopista le pregunté al chofer: “¿Cuánto nos falta para llegar?” . “Tantito, patrón”, recibí como vaga referencia. Aquello fue un martirio cuyo final no expongo por el decoro que exigen estas líneas. Así se habla de “los frijolitos”, “la carnita”, “mi jefecita”- aunque la traten como esclava-, “el enfermito”, “lo feíto”, y el abuso de un diminutivo que resulta chocante.
Seguimos por nuestra ruta: el ciego es invidente, porque así se oye mejor; discapacitado es otro sustituto decente; “adultos en plenitud” se dice para evitar la “denigrante” palabra anciano. Es atentatorio, dicen, llamar a las suripantas con este nombre, hay que respetar la dignidad humana: “sexoservidoras de carácter ambulante” es lo prudente.
En Yucatán hemos sucumbido a la tentación de la indirecta y la perífrasis. La tesis es convincente: se trata del idioma del conquistado. Es una manera de mostrar sumisión ante el dominante. Pero es , también, una forma de enviar un mensaje: dame un trato suave porque soy muy susceptible y me puedo molestar y ya indispuesto soy muy (aquí debe ir una palabra que en una de sus acepciones significa macho de la cabra pero, ahí está, no es socialmente apropiado utilizarla).
El habla define a un pueblo. Una manera digna de conmemorar el Bicentenario de la Independencia es reflexionar si hemos logrado una mentalidad independiente que pueda hablar como tal.
NOTA AL MARGEN: Entre nosotros hasta hace algunos años “señora” era la dama de la “casa chica”. Es cierto, la familia yucateca, hasta hace unas décadas, se componía de la mamá, el papá, los hijos y “la otra”, “la señora” por bien decir, sus sinónimos más frecuentados eran:” xun” y “quech”.
La juventud es maravillosa pero, afortunadamente, es como la vida misma: transitoria.