Los miembros de Primum Familiae Vini, fotografiados en el palacete parisiense del príncipe Roberto. En la fila de atrás, de izquierda a derecha, Hubert de Billy, Pablo Álvarez, Roberto de Luxemburgo, Miguel Torres Maczassek, Philippe Sereys de Rothschild, Jean-Frédéric Hugel, Marc Perrin, Frédéric Drouhin, Paul Symington y Julien de Beaumarchais de Rothschild. Sentadas, Valeska Müller, Priscilla Incisa della Rochetta y Albiera Antinori. MANUEL VÁZQUEZ.

 

Forman parte del club más selecto, desconocido e impenetrable del planeta, Primum Familiae Vini. Sus rostros no son conocidos, pero atesoran en sus bodegas siglos de historia, tradición y riqueza. Son seis franceses, dos españoles, dos italianos, un alemán y un portugués. Esta es la historia de su cita en el palacio parisiense de uno de ellos, el príncipe Roberto de Luxemburgo.

El 31 de la Avenida Franklin D. Roosevelt de París, a cinco minutos a pie del Elíseo, es un hotel pero no es un hotel. No admite huéspedes. Es lo que los franceses llaman un «hôtel particulier«, uno de esos refinados palacetes propiedad de las grandes familias de las finanzas y el blasón, bautizados con el apellido de sus propietarios, de los que están espolvoreados ciertos barrios selectos de la capital. Este hôtel del número 31 fue proyectado en 1884 por el arquitecto Henri Parent (eterno rival por las preferencias de la alta sociedad de la belle époque del proyectista de la Ópera, Charles Garnier), a base de una abigarrada mezcla de estilos, desde el neogótico y el Renacimiento, al Luis XV. El edificio refleja en los cuatro pisos de su fachada la rígida estratificación de clases de la arquitectura haussmanniana, cuando la primera y segunda planta, con grandes balcones, ventanas ornamentadas y techos monumentales, albergaban a los propietarios de la casa, y las superiores (más discretas en su decoración y habitabilidad), al personal de servicio (aún no se había inventado el ascensor). En el subsuelo, una inmensa bodega y las cocinas. En su entorno, hoy, parques, embajadas, museos, compañías gestoras de patrimonios millonarios y restaurantes con tres estrellas. El tráfico es lento y los transeúntes escasos. Es el gran París del distrito 8.

El príncipe, descendiente de los soberanos de Luxemburgo y del millonario estadounidense Clarence Dillon, y propietario de Haut-Brion, la marca de lujo más antigua del mundo.
El príncipe, descendiente de los soberanos de Luxemburgo y del millonario estadounidense Clarence Dillon, y propietario de Haut-Brion, la marca de lujo más antigua del mundo. MANUEL VÁZQUEZ

Este edificio, que nació como hôtel Wecker, fue rebautizado, tras ser rehabilitado en 2015, Hotel Clarence Dillon. Su dueño es el príncipe Roberto de Nassau, primo de los soberanos de Luxemburgo y también heredero de la fortuna estadounidense del patricio de la costa Este Clarence Douglas Dillon, su abuelo materno, financiero, embajador en Francia y, posteriormente, secretario del Tesoro con JFK. Un curioso cóctel genético. La realeza y la banca. Alto, grande, calvo, vestido de terrateniente bávaro, con media sonrisa, acento británico y una copa de champagne en la mano, el príncipe de Luxemburgo, de 50 años, exhibe las formas ligeramente afectadas de un monarca antiguo, pero hace negocios con la fiereza de un escualo de Wall Street. Su familia es propietaria desde 1935 del Château Haut-Brion, uno de los vinos premier grand cru classé más caros, mágicos, míticos, añejos y escasos de Burdeos (fundado en 1525, dicen que es la marca de lujo más antigua de la historia); un tinto cuyas botellas no bajan de los 600 euros, y también de otra decena de grandes vinos de esa región. Su fortuna está acorde con esa peculiar mezcla de pedigrís. Su bisabuelo, Clarence Dillon, que adquirió Haut-Brion, los viñedos y el château, en plena onda expansiva de la depresión del 29 (simplemente porque era su tinto favorito), ya era considerado por Forbes en los años 50 como uno de los hombres más ricos de Estados Unidos.

Roberto de Luxemburgo recibe esta noche. Abre el Gran Salón, el Comedor Tayllerand, el Comedor Pontac y la bodega «del château», para 11 invitados. El fuego crepita en la chimenea de cada estancia. Enormes hieleras enfrían el champán. De la bodega han subido las mejores añadas de Haut-Brion (joyas únicas de miles de euros). Las alfombras son mullidas como un green de golf. La madera cruje. La gran escalera circular de mármol brilla como un espejo. Los silenciosos empleados visten de negro. Las cocineras preparan el pato y el foie bajo la dirección del chef Christophe Pelé, con dos estrellas Michelin. Es una cita íntima, discreta, de familia. A ningún comensal le gusta la notoriedad. Empezando por los medio hermanos Rothschild, Philippe y Julien (hijos de la legendaria baronesa Philippine de Rothschild), poco acostumbrados a las cámaras. Son la aristocracia del vino. El máximo prestigio y excelencia de la viña. Cinco franceses, dos españoles, dos italianos, un portugués y un alemán. Y el Príncipe. No son conocidos, pero sus bodegas atesoran en conjunto 2.500 años de tradición y experiencia. Son el mejor ejemplo de lo que debe ser una marca de lujo. Son grandes marcas de lujo.

Roberto de Luxemburgo recibe esta noche. Abre el Gran Salón y el Comedor Tayllerand de su palacio.

Además de glamour y leyendas, también proporcionan muchos beneficios a sus accionistas. El lujo ofrece los márgenes más altos del mercado. Todas son empresas familiares (con un control férreo de su dirección por parte de cada linaje), y muy antiguas. La italiana Antinori, se remonta al siglo XV; Haut-Brion, al XVI; la alsaciana Hugel &Fils, al XVII. La más joven, la Famille Perrin, del Valle del Ródano, solo tiene 110 años. Su patrimonio es su nombre: un activo que preservar, bruñir y mantener sin tacha generación tras generación para que siga facturando. Su punto débil, la sucesión al frente de sus compañías. Solo una de cada diez empresas familiares sobrevive a la tercera generación, y apenas un tercio prevé esa situación con un mínimo de cinco años. El resultado es la atomización del accionariado de las familias que las hicieron nacer. Y el cambio de estilo y objetivos.

La calidad de sus vinos es la más alta del mercado, y su elaboración, artesanal y con cierto componente de misterio y alquimia; son bienes muy preciados, escasos y no fáciles de conseguir. Muchos los conocen pero pocos los han probado. Son caros y otorgan un estatus, un prestigio social y una experiencia y satisfacción al consumidor. Aunque nacen en terruños en lo más profundo de la vieja Europa, son marcas internacionales y distribuidas por todo el planeta: cada vez más en Asia y Estados Unidos. Detrás de esos vinos hay más innovación, esfuerzo, creatividad y respeto por el medio ambiente, que puro marketing, del que desconfían, porque, como afirma Hubert de Billy, miembro de la familia propietaria desde 1849 del champagne Pol Roger (el favorito de Churchill y los Windsor), «los grandes grupos se están cargando lo humano a base de mercadotecnia. Está desapareciendo lo familiar. Y nosotros representamos el lado humano y vivo del negocio. El de los valores, la herencia y el respeto por el medio natural, por encima de los beneficios». Algo que corrobora Pablo Álvarez, patrón y alma de la bodega Vega Sicilia (creada en 1864), el único producto de lujo hecho en España: «En el mundo del gran vino el tiempo tiene otro sentido. No puedes tener prisa. El tiempo es para nosotros paciencia, pureza y autenticidad. Se requiere un trabajo lento. Una bodega tarda al menos dos décadas en ofrecer resultados. En esto no puedes venir a forrarte. Mi familia no lo hace por dinero, sino por convicción y por amor. Por eso hemos bautizado a nuestro grupo de bodegas (Vega Sicilia, Alión, Pintia, Macán y Oremus) como Tempos«.

En este hôtel se va a desarrollar esta noche una ceremonia iniciática. El príncipe Roberto va a ingresar en el club más selecto del planeta. Y más desconocido. Nadie ajeno a él ha accedido jamás a sus encuentros. Solo admite 12 socios. El mismo número que las botellas de una caja de vino. Cuando queda una plaza vacante, pueden pasar años hasta que se coopta a un nuevo miembro. Siempre por unanimidad. Si hay una bola negra, se rechaza. Esto ha ocurrido en esta ocasión, cundo había dos candidatos, Château Haut-Brion y Pétrus (posiblemente el vino más caros del mundo). «No solo tiene que ser una marca importante, sino aportarnos algo en cuanto a prestigio e innovación, y que ninguno de los socios la vete, como ha pasado en alguna ocasión entre los franceses, que son muy celosos de su territorio y su nombre», explica Pablo Álvarez. «Creo que en el futuro deberíamos contar también con un miembro estadounidense, como ya pasó con Mondavi, hasta que la familia vendió la bodega al gigante Constellation, en 2004. Y también se debería equilibrar el porcentaje de bodegas de la Europa del Mediterráneo, que hoy es inferior a las francesas atlánticas. Las viñas del sur también existen. Y entre nosotros hay amistad, pero también piques y egos».

Miguel Torres Maczassek, un español del Penedès.
Miguel Torres Maczassek, un español del Penedès. MANUEL VÁZQUEZ

Para engrosar el club, las bodegas aspirantes deben contar con el mayor prestigio y reputación mundial; ser centenarias y, sobre todo, contar con viñedos propios. Al menos el 51% de sus acciones debe estar en manos de la familia que dirige sus destinos. Según Pablo Álvarez, «debe ser la propia familia la que marque su filosofía de empresa, y no puede ser simplemente ganar dinero. Es la clave. Una bodega no sirve para estar en bolsa.

-¿Por qué?

-Porque el vino puede ser un beneficio a largo plazo y la bolsa es a corto. Todas las bodegas que saltan al parqué terminan saliéndose, como hizo en España Cune, en 2015, porque no es rentable.

Cuando una bodega del club deja de ser familiar por la venta de sus acciones a un grupo industrial (lo que ha pasado en tres ocasiones en 25 años, con Mondavi, Paul Jaboulet y Cos d’Estournel), es invitada a abandonar el grupo. Y se busca una nueva. Con calma. Puede pasar una década. Así llegaron casi todas. De la mano de un padrino.

“Estoy planificando nuestros vinos de los próximos 25 años”, afirma Miguel Torres Maczassek.

Este club de aristócratas del vino se llama Primum Familiae Vini (PFV). No se definen ni como lobby ni como asociación, sino como «un grupo de grandes amigos. No nos gusta ser públicos, sino transmitir valores», en palabras del portugués de sangre escocesa Paul Symington, un bodeguero de Oporto con aspecto de oficial de lanceros ataviado con un intemporal terno de Savile Row. Sus miembros son Joseph Drouhin, Familia Torres, Marchesi Antinori, Tempos Vega Sicilia, Pol Roger, Baron Philippe de Rothschild, Egon Muller Scharzhof, Famille Hugel, Famille Perrin, Tenuta San Guido, Symington Family Estates y, a partir de la ceremonia de hoy, Domaine Clarence Dillon, el reinodel príncipe Roberto. Este contesta con su prosopopeya habitual a la bienvenida de sus cofrades: «Mi familia y yo nos sentimos muy honrados y encantados de haber sido incluidos en una organización tan prestigiosa como PFV que comparte nuestros valores y nuestro compromiso a largo plazo con el mundo de los vinos de calidad. Brindamos por todos aquellos amantes de los grandes vinos que nos inspiran en nuestra labor diaria e impulsan nuestra pasión compartida por la excelencia vinícola».

Miguel Torres Maczassek es un bodeguero de 44 años con aire de cachorro de la City. En 2012 se hizo cargo de Torres, una compañía vitícola catalana que cumplirá un siglo y medio en 2020 y ha estado siempre en manos de su familia (él forma parte de la quinta generación), desde su cuartel general de Vilafranca del Penedés. La bodega Torres, que inundó a partir de los 60 el planeta de vino español, pretende en estos momentos centrarse en la creación de grandes vinos, distintos y originales, que respondan a un territorio, un clima, una historia y una variedad específica de uvas propias, bajo el sello Familia Torres. Y recuperar variedades perdidas (han logrado resucitar 56 en una década, de la mano de su hermana, Mireia Torres). «Yo estoy planificando los vinos de los próximos 25 años, y vamos a primar la calidad sobre la cantidad», afirma Torres. A sus grandes reliquias históricas (Milmanda, Grans Muralles y Mas la Plana), se han añadido vinos más cool como Purgatori, Forcada o Mas de la Rosa (con uvas de más de 80 años). Una botella de este último, que surge de un par de hectáreas escondida en el Priorat, no baja de los 370 euros.

Uno de los vinos servidos en la fiesta.
Uno de los vinos servidos en la fiesta. MANUEL VÁZQUEZ

Torres Maczassek recuerda el día que nació Primum Familiae Vini. «En el verano de 1991, mi padre, Miguel A. Torres, estaba visitando a Robert Drouhin en Borgoña. Se fueron a pasear por sus viñas del Clos des Mouches, en Beaune. Ambos estaban preocupados por el futuro del vino, no solo por los aspectos agrícolas y comerciales, sino sobre la naturaleza de una empresa familiar tan peculiar como una bodega y de su sucesión. Y decidieron crear un club de familias del vino para mirar hacia adelante, debatir, intercambiar información y conocimiento, colaborar en la distribución internacional. Crearon una red cuando ese término no estaba de moda esa palabra. Decidieron que hubiera solo 12 socios y comenzaron a invitar a gente muy potente. En 1993 se inscribió la PFV, y en 1995 llegaron Pol Roger, Vega Sicilia y Mouton Rothschild». El nivel no podía ser más alto: el champán de los reyes, el mejor vino español de la historia y un premier grand cru classé, una categoría que solo atesoran cinco burdeos (entre ellos, el Haut-Brion) y que le otorgó generosamente a esta rama de los Rothschild, en 1973, su antiguo empleado, el entonces presidente de la República Georges Pompidou. El club empezaba a rodar.

Los invitados llegan al Grand Salon del palacete del príncipe Roberto, entelado de damasco verde, con arañas de cristal, sillones tapizados de terciopelo burdeos, animales disecados y oleos de sus antepasados. Es un grupo curioso, muy atildado, dispar, con aire de familia, que habla en inglés y francés, y solo con tres mujeres: las italianas Albiera Antinori y Priscilla Incisa della Rocchetta, y la alemana Valeska Müller. Es una cena sin acompañantes, ceremonial, pero de trabajo. Circula el champán Pol Roger para el aperitivo, el mismo que se sirvió en la boda del príncipe William con Kate Middleton, y del príncipe Harry con Megan Markle. Su propietario, Hubert de Billy, con aire de bon vivant, ataviado con un sofisticado traje mao a medida y sus iniciales primorosamente bordadas en el puño de su camisa, es el nuevo presidente de PFV. Un cargo que rota cada año. «Estamos contra el crecimiento descontrolado y de la prisa. Algunas marcas de champán han preferido el dinero rápido a los valores tradicionales, y hacen decenas de millones de botellas y se han vendido a grandes grupos. Nosotros, no. Lo familiar se está perdiendo en el vino, mire lo que ha pasado en España con la venta de dos bodegas familiares, Codorniu y Freixenet, a un fondo de capital riesgo y a un gran grupo de distribución… A nosotros nos quieren comprar cada día. Hoy mismo. Nos ofrecen cientos de millones. Y decimos que no».

Hoy están empeñados en la ecología, el cambio climatico y la recuperación de viñedos históricos.

-¿Es PFV un lobby?

-Esa palabra tiene connotaciones negativas. Somos más bien, un think tank. Un grupo de amigos que nos reunimos para analizar nuestro trabajo, desde el viñedo a la distribución. Se trata de organizarnos y mejorar. Compartir experiencias. Ser solidarios. Sumar fuerzas para distribuir y vender en otros países. Y como una plataforma para que nuestros hijos aprendan el negocio en las bodegas de los otros socios, que son los mejores del mundo. Es la mejor escuela que pueden tener. El mejor master. El problema es que este grupo, Primum Familiae Vini, ha sido durante años demasiado elegante, discreto, decadente y durmiente. Y tenemos que cambiar eso. Que sirva para darnos a conocer en el mundo, extender nuestros valores y como un símbolo de la máxima calidad. Hay que hacerlo más ágil, visible y operativo.

Uno de los miembros describe cítricamene a este club como un mueble rococó, «elegante y decorativo, pero parado en el tiempo». Fue así hasta que Pablo Álvarez, el amo de Vega Sicilia, tomó cartas en el asunto. Otro miembro de PFV le define como alguien «que no habla mucho, pero tiene las ideas muy claras. Es tímido, pero agresivo en los negocios. No es un gran comunicador, no habla fuerte, pero es capaz de decir las cosas que los demás no decimos. Y no se corta con las grandes familias, ya sean los Rothschild, o los que sean. Habla claro». Para otro socio, «Pablo ha sido la conciencia crítica de PFV».

Álvarez recuerda como en noviembre de 2017 redactó y envió un mail a los otros socios que era casi un ultimátum. «Estaba muy enfadado. Les dije que el grupo era algo elegante, que quedaba muy bien, pero no tenía contenido. Que seguíamos con las ideas de hace 25 años y que, a este paso, podía desaparecer. Fue un revulsivo».

Hubert de Billy, del champagne Pol Roger: “Nosotros representamos el lado más humano y vivo del negocio del vino”.

-¿Cuál fue la conclusión?

-Todos (todos) me dijeron, tienes razón. Y ahora hemos creado un comité ejecutivo que es más operativo, vamos a montar un grupo de trabajo con nuestros respectivos directores de exportación, a viajar juntos por el mundo y a ser un grupo de influencia real. De entrada, hemos captado al príncipe Roberto con Haut-Brion, que es uno de los vinos más legendarios y supone nuestro despegue. Queremos tener un peso decisivo en el mundo del vino. Porque no existe un club como el nuestro.

Algo en lo que coinciden el resto de socios. Desde Paul Symington y Hubert de Billy a Miguel Torres, empeñado en la ecología, el cambio climático, la sostenibilidad y la recuperación de viñedos históricos, conceptos nunca antes escuchados en la PFV. Pasada la medianoche, los 12 bodegueros abandonan el hôtel particulier del número 31 de la avenida Franklin D. Roosevelt. El príncipe Roberto les despide en el portalón. Una caravana de coches negros enfila los Campos Elíseos. Sus pasajeros forman parte del club más selecto del mundo.