VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER
ENCUENTRO CON LAS COMUNIDADES INDÍGENAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 

Santuario de Nuestra Señora de Izamal
Miércoles 11 de agosto de 1993

 

Amadísimos hermanos y hermanas,
representantes de los pueblos indígenas del Continente americano:
1. Siento un gran gozo por estar hoy con vosotros en Yucatán, espléndido exponente de la
civilización Maya, para tener este encuentro tan deseado por mí, con el que quiero rendir
homenaje a los pueblos indígenas de América.
Era mi deseo haber realizado esta peregrinación a uno de los lugares más representativos de la
gloriosa cultura Maya, en octubre del año pasado, como momento relevante de la conmemoración
del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo. Hoy aquel vivo anhelo se hace
realidad y doy fervientes gracias a Dios, rico en misericordia, que me permite compartir esta
jornada con los descendientes de los hombres y mujeres que poblaban este Continente cuando la
Cruz de Cristo fue plantada aquel 12 de octubre de 1492.

2. A vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis acudido a esta cita en Izamal, presento,
pues, mi saludo lleno de afecto junto con mi palabra de aliento. Pero mi mensaje de hoy no se
dirige sólo a los aquí presentes, sino que va más allá de los confines geográficos de Yucatán para
abrazar a todas las comunidades, etnias y pueblos indígenas de América: desde la península de
Alaska hasta la Tierra del Fuego.
En vuestras personas veo con los ojos de la fe a las generaciones de hombres y mujeres que os
han precedido a lo largo de la historia, y deseo expresaros una vez más todo el amor que la
Iglesia os profesa. Sois continuadores de los pueblos tupiguaraní, aymara, maya, quechua,
chibcha, nahuatl, mixteco, araucano, yanomani, guajiro, inuit, apaches y tantísimos otros que han
sido creadores de gloriosas culturas, como la azteca, maya, inca. Vuestros valores ancestrales y
vuestra visión de la vida, que reconoce la sacralidad del ser humano y del mundo, os llevaron,
gracias al Evangelio, a abrir el corazón a Jesús, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,
6).
Un saludo especial, lleno de afecto, dirijo a los numerosos sacerdotes, religiosos, religiosas y
seminaristas indígenas, cuya presencia en Izamal nos llena de gozo e infunde viva esperanza en
toda la Iglesia como protagonistas y ministros en la urgente tarea de la nueva evangelización de
sus propias comunidades y etnias.

3. Vengo a esta bendita tierra del Mayab en nombre de Jesucristo, pobre y humilde, que nos dio
como señal de su realidad mesiánica el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Mt 11, 6); de
este Jesús que sentía compasión por las muchedumbres, que venían de todas partes a escuchar
su palabra, “porque estaban fatigados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Ibíd., 9, 36).
Vengo para cumplir la misión que he recibido del Señor de confirmar en la fe a mis hermanos (cf.
Lc 22, 32). Vengo a traeros un mensaje de esperanza, de solidaridad, de amor.
Al veros, queridos hermanos y hermanas, mi corazón se eleva en acción de gracias a Dios por el
don de la fe que, como gran tesoro cultivaron vuestros antepasados, y que vosotros tratáis de
encarnar en la vida y trasmitir a vuestros hijos. Me vienen a los labios las palabras de Jesús: “Yo
te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y
prudentes y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Esta plegaria de Cristo resuena hoy
con eco particular en Izamal, porque a los sencillos de corazón quiso Dios manifestar las riquezas
de su Reino.

4. Desde los primeros pasos de la evangelización, la Iglesia católica, fiel al Espíritu de Cristo, fue
defensora infatigable de los indios, protectora de los valores que había en sus culturas, promotora
de humanidad frente a los abusos de colonizadores a veces sin escrúpulos, que no supieron ver
en los indígenas a hermanos e hijos del mismo Padre Dios. La denuncia de las injusticias y
atropellos, hecha por Bartolomé de Las Casas, Antonio de Montesinos, Vasco de Quiroga, José
de Anchieta, Manuel de Nóbrega, Pedro de Córdoba, Bartolomé de Olmedo, Juan del Valle y
tantos otros, fue como un clamor que propició una legislación inspirada en el reconocimiento del
valor sagrado de la persona y, a la vez, testimonio profético contra los abusos cometidos en la
época de la colonización. A aquellos misioneros, que el documento de Puebla califica como
“intrépidos luchadores por la justicia y evangelizadores de la paz” (Puebla, 8), no los movían
ambiciones terrenas ni intereses personales, sino el urgente llamado a evangelizar a unos
hermanos que aún no conocían a Jesucristo. “La Iglesia –leemos en el Documento de Santo
Domingo–, al encontrarse con los grupos nativos, trató desde el principio de acompañarlos en la
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lucha por su propia supervivencia, enseñándoles el camino de Cristo Salvador, desde la injusta
situación de pueblos vencidos, invadidos y tratados como esclavos” (Santo Domingo, 245).

5. Con este viaje apostólico quiero, ante todo, celebrar vuestra fe, apoyar vuestra promoción
humana, afirmar vuestra identidad cultural y cristiana. Mi presencia en medio de vosotros quiere
ser también apoyo decidido a vuestro derecho a un espacio cultural, vital y social, como
individuos y como grupos étnicos.
Lleváis en vosotros, hermanos y hermanas indígenas de América, una rica herencia de sabiduría
humana y, al mismo tiempo, sois depositarios de las expectativas de vuestros pueblos de cara al
futuro. La Iglesia, por su parte, afirma abiertamente el derecho de todo cristiano a su propio
patrimonio cultural, como algo inherente a su dignidad de hombre y de hijo de Dios. En sus
genuinos valores de verdad, de bien y de belleza, ese patrimonio debe ser reconocido y
respetado. Por desgracia, hay que afirmar que no siempre se ha apreciado debidamente la
riqueza de vuestras culturas, ni se han respetado vuestros derechos como personas y como
pueblos. La sombra del pecado también se ha proyectado en América en la destrucción de no
pocas de vuestras creaciones artísticas y culturales, y en la violencia de que tantas veces fuisteis
objeto.
La Iglesia no ceja en su empeño por inculcar en todos sus hijos el amor hacia la diversidad
cultural, que es manifestación de la propia identidad católica –universal– del Pueblo de Dios.
Conscientes de esta realidad, los Obispos reunidos en Santo Domingo, en la IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano, se han comprometido a “contribuir eficazmente a frenar
y erradicar las políticas tendientes a hacer desaparecer las culturas autóctonas como medios de
forzada integración; o, por el contrario, políticas que quieran mantener a los indígenas aislados y
marginados de la realidad nacional” (Santo Domingo, 251).

6. Mirando hacia vuestras realidades concretas, debo expresaros que la Iglesia contempla
vuestros auténticos valores con amor y esperanza. En el mensaje que dirigí a los pueblos
indígenas con motivo de la conmemoración del V Centenario del inicio de la evangelización en
tierras americanas, señalé que “la sencillez, la humildad, el amor a la libertad, la hospitalidad, la
solidaridad, el apego a la familia, la cercanía a la tierra y el sentido de la contemplación, son otros
tantos valores que la memoria indígena de América ha conservado hasta nuestros días y
constituyen una aportación que se palpa en el alma latinoamericana” (Mensaje a los indígenas de
América, 1, 12 de octubre de 1992). Por todo ello, el Papa alienta a los pueblos autóctonos de
América a que conserven con sano orgullo la cultura de sus antepasados.
Sed conscientes de las ancestrales riquezas de vuestros pueblos y hacedlas fructificar. Sed
conscientes, sobre todo, del gran tesoro que, por la gracia de Dios, habéis recibido: la fe católica.
A la luz de la fe en Cristo lograréis que vuestros pueblos, fieles a sus legítimas tradiciones,
crezcan y progresen, tanto en el orden material como espiritual, difundiendo así los dones que
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Dios les ha otorgado.

7. Conozco también las dificultades de vuestra situación actual y quiero aseguraros que la Iglesia,
como Madre solícita, os acompaña y apoya en vuestras legítimas aspiraciones y justas
reivindicaciones. Sé de no pocos hermanos y hermanas indígenas que han sido desplazados de
sus lugares de origen, siendo privados también de las tierras donde vivían. Existen igualmente
muchas comunidades indígenas, a lo largo y ancho del Continente americano, que sufren un alto
índice de pobreza. Por eso, “el mundo no puede sentirse tranquilo y satisfecho ante la situación
caótica y desconcertante que se presenta ante nuestros ojos: naciones, sectores de población,
familias e individuos cada vez más ricos y privilegiados frente a pueblos, familias y multitud de
personas sumidas en la pobreza, víctimas del hambre y las enfermedades, carentes de vivienda
digna, de servicios sanitarios, de acceso a la cultura” (Discurso inaugural de la IV Conferencia
general del episcopado latinoamericano, n. 15, 12 de octubre de 1992). Como cristianos, no
podemos permanecer indiferentes ante la situación actual de tantos hermanos privados del
derecho a un trabajo honesto, de tantas familias sumidas en la miseria. Ciertamente no se
pueden negar los buenos resultados conseguidos en algunos países latinoamericanos por el
esfuerzo conjunto de la iniciativa pública y privada. Tales logros, sin embargo, no han de servir de
pretexto para soslayar los defectos de un sistema económico cuyo motor principal es el lucro,
donde el hombre se ve subordinado al capital, convirtiéndose en una pieza de la inmensa
máquina productiva, quedando su trabajo reducido a simple mercancía a merced de los vaivenes
de la ley de la oferta y la demanda.

8. Son situaciones muy serias, de sobra conocidas, que están reclamando soluciones audaces
que hagan valer las razones de la justicia. La doctrina social de la Iglesia ha sido constante en
defender que los bienes de la creación han sido destinados por Dios para servicio y utilidad de
todos sus hijos. De ahí que nadie debe apropiárselos o destruirlos irracionalmente olvidando las
exigencias superiores del bien común.
Por todo ello, deseo dirigirme a las instancias responsables en el ámbito de la promoción social
en todo el Continente, para invitarlas a poner todos los medios a su alcance en orden a aliviar los
problemas que hoy aquejan a los indígenas, de tal manera que los miembros de estas
comunidades puedan llevar una vida más digna como trabajadores, ciudadanos e hijos de Dios.
Desde Izamal, marco de la gloriosa cultura maya, quiero lanzar también un llamamiento a las
sociedades desarrolladas para que, superando los esquemas económicos que se orientan de
modo exclusivo al beneficio, busquen soluciones reales y efectivas a los graves problemas que
solidariamente las condiciones necesarias que hagan de las sociedades en que vivís un lugar
más justo y fraterno para todos. Esta solidaridad, a la que como Pastor de la Iglesia universal os
invito, echa sus raíces no en ideologías dudosas y pasajeras, sino en la perenne verdad de la
Buena Nueva que nos trajo Jesús.

9. Frente a no pocos factores negativos que a veces podrían llevar al pesimismo y al desaliento,
la Iglesia sigue anunciando con fuerza la esperanza en un mundo mejor, porque Jesús ha vencido
al mal y al pecado. La Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar por ninguna ideología o
corriente política la bandera de la justicia, la cual es una de las primeras exigencias del Evangelio
y, a la vez, fruto de la venida del Reino de Dios. Esto forma parte del amor preferencial por los
pobres y no puede desligarse de los grandes principios y exigencias de la doctrina social de la
Iglesia, cuyo “ objeto primario es la dignidad personal del hombre, imagen de Dios, y la tutela de
sus derechos inalienables ”. A este propósito, los Obispos latinoamericanos, en las Conclusiones
de la Conferencia de Santo Domingo, se comprometen a “ asumir con decisión renovada la
opción evangélica y preferencial por los pobres, siguiendo el ejemplo y las palabras del Señor
Jesús, con plena confianza en Dios, austeridad de vida y participación de bienes ”. Por su parte, y
como gesto de solidaridad, la Santa Sede ha creado la Fundación “Populorum progressio”, que
dispone de un fondo de ayuda en favor de los campesinos, indios y demás grupos humanos del
sector rural, particularmente desprotegidos en América Latina.

10. Sed vosotros, queridos hermanos y hermanas indígenas, asistidos siempre por la fe en Dios,
por vuestro trabajo honrado y apoyándoos en adecuadas formas de asociación para defender
vuestros legítimos derechos, los artífices incansables de vuestro propio desarrollo integral:
humano y cristiano. Por ello, la noble lucha por la justicia nunca os ha de llevar al enfrentamiento,
sino que en todo momento habéis de inspiraros en los principios evangélicos de colaboración y
diálogo, excluyendo toda forma de violencia; pues la violencia y el odio son perniciosas semillas
incapaces de producir algo que no sea odio y violencia. ¡No os dejéis abatir o atemorizar por las
dificultades! Sabed que el presente y el futuro de vuestros países está también en vuestras
manos y depende de vuestro esfuerzo. Vuestro trabajo es un quehacer noble y ennoblecedor,
pues os lleva a colaborar con Dios creador y a servir a los demás hombres hermanos nuestros.
Antes de terminar, deseo dirigirme a los sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas y tantos
agentes de pastoral, que desempeñan abnegadamente su labor en las comunidades de
hermanos indígenas de todo el Continente, para alentarles a continuar en sus tareas apostólicas
en plena comunión con sus Pastores y con las enseñanzas de la Iglesia, siendo instrumentos de
santificación mediante la palabra y los sacramentos. En el ministerio que ejercen están llamados,
sobre todo, a dar testimonio de santidad y entrega, conscientes de que se trata de una labor de
carácter religioso. No es admisible, por tanto, que intereses extraños al Evangelio enturbien la
pureza de la misión que la Iglesia les ha confiado.

11. Al concluir este encuentro con vosotros, hermanos y hermanas indígenas de América, en la fe
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y el amor que nos une, elevo mi ferviente plegaria a Nuestra Señora de Guadalupe para que ella
os proteja siempre y se haga realidad la promesa que, en la colina del Tepeyac, hizo un día al
indio Juan Diego, insigne hijo de vuestra misma sangre a quien tuve el gozo de exaltar al honor
de los altares: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y
aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra enfermedad y angustia. ¿No
estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por
ventura en mi regazo?” (Nican Mopohua).
Desde Izamal, Yucatàn, invocando abundantes gracias divinas sobre todos los queridos
hermanos y hermanas indígenas del Continente americano, os bendigo de corazón en el nombre
del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.