Esquinas de Mérida. Por: Jorge H. Álvarez Rendón

Quienes ahora transitan rumbo al sur por la asfaltada y bien iluminada calle 50 y avanzan más allá de la 77 no pueden imaginar – y ni falta les hace – cómo sería aquel paraje en el año de 1911.

Una vereda de tierra serpeaba entre las extensas fincas y huertas que más tarde, al fraccionarse, formarían las colonias Santa Rosa, Mercedes Barrera, Dolores Otero y vecinas. Esporádicamente, a la vera del caminillo, se levantaban algunas muy humildes casas de lodo y paja.

A una de aquellas llegó a vivir, junto a su hermana Demetria, una mujer invidente que se llamara Teresa Gurrutia, oriunda de la villa de Tekantó y avecindada en Mérida desde que, niña aún, llegara con sus padres en el año de 1884.

No le venía la incapacidad de nacimiento, pues gozó de buena vista hasta la madurez, cuando sobrevino el accidente. De su antigua visión, pues, guardaba la memoria suficiente para calcular las dimensiones y los espacios en beneficio de una movilidad relativa y aceptable. Sentada en la puerta de su casilla fue  punto de referencia para los viandantes.

“Ahí por la cieguita…”

Teresa fue vecina del rumbo de Santa Ana hasta la edad de quince años, cuando entró a servir a don Salvador Pastrana, cuya hija Consuelo estudiaba para maestra y requería alguna chiquilla que la acompañara en sus simples menesteres. Entre ambas jovencitas surgió una dulce amistad y la aspirante a docente practicaba con Teresa enseñándole a leer breves poemas y cuentos.

No corrió con suerte Teresa a la hora de los amores. Desoyendo los consejos de Consuelito, aceptó los requiebros de un mayordomo de hacienda – Tomás “Chacmuch” Cetina – con fama de rapaz y voluntarioso, a quien había conocido por casualidad al salir de misa en el pueblecillo de Itzimná.

No quería don Salvador consentir en la boda, lloró Consuelito a mares, pero Teresa, ajena a la dureza de la existencia, amartelada por aquel galán de pueblo, se obstinó en el casorio, que tuvo lugar, finalmente, en la pequeña iglesia de la Candelaria con los gastos a cargo de don Adolfo Castellanos, en cuya hacienda laboraba el novio.

Sin explicaciones, Tomás rehusó llevarla a vivir a la finca consigo. Teresa  – primer error – consintió en ocupar una casita a cinco cuadras del parque de Santa Lucía rumbo al poniente. Dos veces a la semana, la mujer recibía la visita de su marido, quien llegaba de la hacienda para compras y acuerdos. Consuelito, enterada de esta situación, le preguntaba:

-¿Esta vida es de casada? ¿Te parece bien quedar sola tanto tiempo?  Te expones a mucho, Teresa. ¿Qué hace tu marido el resto de la semana?  Yo que tú averiguaba…

 Ahogada en dudas, Teresa fue una mañana al crucero de Chimay, tomó lugar en el bolán y se dirigió a la hacienda de don Castellanos, a la que llegó tras dos horas de viaje agotador. Al dar las señas del tal Luna le indicaron una casa pintada de verde a cuya puerta tocó.

-Tomás no se encuentra, se fue a las milpas – le dijo una mestiza delgadísima y triste – pero dígame usted qué desea. Soy su esposa.

Una muy diferente Teresa fue la que regresó a Mérida esa misma tarde sin haberse careado con el “Chacmuch” Cetina. Como autómata llegó al crucero de Chimay y sin saber cómo entró en su casa. Por inercia, torpemente, realizó faenas atrasadas. Sin fijarse bien, se dedicó a ordenar enseres y mover objetos. Fue entonces que sobrevino la desgracia.

Desde la mañana había colocado en la cúspide de una alacena un recipiente con restos de sosa cáustica. Un mal movimiento, un lapso de duda, provocaron que el líquido se derramara sobre su cara. Un enorme escozor pobló sus ojos, trató de lavárselos con agua, pero el ardor no cesaba. Como pudo salió a la calle y pidió auxilio a los vecinos.

Cuando el médico más cercano – Catarino Rendón – emitió su diagnóstico, Consuelito y su padre ya estaban en la casa, incrédulos y atribulados. Las retinas se habían quemado con la lejía. El galeno recomendó un ungüento y compresas frías como un paliativo. En aquellos años las posibilidades de recuperación eran escasas. Sólo quedaba resignarse.

Fue don Salvador, reprimiendo la ira, quien se enfrentó a Tomás cuando este llegó para su visita semanal. Teresa – le dijo – había sido trasladada a un sitio lejano a su presencia. Ya no sería victima inocente. Era mejor que la olvidara. De otra manera, el Sr. Castellanos podría enterarse de la bigamia…

Una vida se marchitó así. Tras su amarga ceguera, en la casita de paja de aquel camino serpenteante que hoy es la 50 Sur, en el sitio donde se cruza con la 91, vivió Teresa hasta su muerte en 1929. La maestra Consuelo Pastrana, quien habitó muchos años por el rumbo de la Mejorada (61 con 42) y a quien llegué a tratar, narraba la historia de su vieja amiga con lágrimas en los ojos.