Esquinas de Mérida: Por Jorge H. Álvarez Rendón
En la iglesia de Santa Lucía, todas las damas de la cofradía se miraron con clara sonrisa de entendimiento y harta satisfacción. El padre Pérez Capetillo, encaramado en el púlpito de la sagrada homilía, con las canas algo revueltas, estaba tocando la llaga haciéndola sangrar:
-No hay nada más feo ante la majestad de Dios Misericordioso que humillar al pecador en vez de tenderle una mano. Nada más ingrato que olvidarse del hermano en los malos momentos.
El buen cura no buscaba la manera de ser más explícito. No podía entrar en los detalles, pero se avergonzaba de manera como sus feligreses murmuraban a últimas fechas, con avidez de selva, sobre la hija de Raul Escaroz, la simpática Yolanda, afanosa catequista y estudiante de Normal.
-Recuerden que estamos hechos de suave barro. No somos perfectos. No sabemos cuando caeremos de rodillas. Cualquiera tiene un tropezón…
¡Para qué dijo esa palabra el señor cura! Por el momento, las hijas de María y las hermanas del Divino Verbo reprimieron la más rotunda y espléndida de las carcajadas, pero apenas terminada la ceremonia, ya libres en la neutralidad del atrio, estallaron en mil petardos de chisme y befa:
-Tropezón…Buen tropezón fue ese… Si, de los que duran nueve meses… ¿No quieres irte conmigo de tropezón? ¿A cómo el tropezón, guapa? Cuidado tropiezas, mi cielo…
De apenas diecinueve años, Yolanda había sido engañada por uno de los cadetes que visitaron Mérida en tropel de estudios por aquel año de 1927. Ingenua y sentimental, no midió el alcance de sus actos y se escapó con el guapo Gilberto Fuentes –oaxaqueño de negrísimo cabello – a la hacienda Xtepen, donde, en casa de una de sus tías, la indiferente Adelaida, ocurrió el estropicio.
Como flor de pochote en abril voló y voló el sobrenombre por cuan largo era el oriente de la ciudad. Y todo mundo supo que “la del tropezón” era Yolanda. Se dijo en los bailes y en los cines, se comentó en las escuelas públicas y particulares. Se forjaban adivinanzas en la Plaza Grande: “¿Saben en qué se parecen Yolanda Escaroz y una mandarina?” Hasta en las cantinas del Güero Palma se empezó a tocar un danzón así llamado. “Este va dedicado con todo cariño al joven cadete y damita que lo acompaaaña”
La casita que Raul había comprado con tanto esfuerzo después de trabajar más de veinte años como despachador en las bodegas de “El siglo XIX” se volvió blanco de todo tipo de injurias. Pintaban los niños signos insultantes; las señoras, antes de llegar al molino de la esquina, escupían en la acera, y los muchachos, como es usual, paseaban la calle por si la del tropezón quería dar otro.
El fruto de todo aquel enredo, un varón que al nacer pesó dos kilos y berreaba como demonio, recibió en la pila bautismal el nombre de Raúl, como su resignado abuelo, pero enseguida obtuvo el mote popular de “chuchuluco”, cual consecuencia natural en los tropezones o porrazos.
Un día especialmente agotador en el trabajo, don Raúl escuchó otros gritos callejeros y perdió toda su dotación de paciencia hebrea, al punto que decidió cambiarse de casa y rumbo. Fue hasta el “Diario de Yucatán”, apenas rehecho de sus cenizas, y en una edición dominical de aquel año de 1928 publicó anuncio de venta: “Casa de 10 metros de frente por 35 de fondo, baño, aljibe y patio con cemento. Buen precio. Calle 40 No. 214 entre 53 y 55”
Cuatro meses después logró cerrar el trato con el popular Nico Jiménez, quien instaló ahí un taller para reparar máquinas de coser y otros utensilios domésticos. Entre la bruma del café “La balsa”, cuando aquel quiso explicar a sus conocidos el sitio exacto de su nueva propiedad, no faltó el vivales que precisara:
-Machis, pues claro que si, hombre, en la mera esquina del Tropezón. Por ahí hubieras empezado…