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-Lleva estas ropas a casa de Rosa Arcudia y dile que ponga botones nuevos y dobleces. El sábado paso a pagarle.

-¿Puedo después jugar un rato en la plazoleta de Guadalupe?

-Mira regresar antes del Ángelus y no vayas a subirte a San Antón.

-Sabes que están vigilando los alguaciles. ¿Me das medio real?

-Nada más que lo saque bajo la túnica de San Roque…

A finales del siglo XVIII, cuando la ciudad de Mérida aún vivía los tranquilos e indiferenciados años de la colonia, el transitar de vehículos y peatones entre los barrios de La Mejorada y San Cristóbal se veía obstaculizado por el enorme cerro de San Antón, el último de los cinco que hallaron los españoles a su llegada a Itcanzihó. Cerros que, en realidad, eran antiguas pirámides ceremoniales devastadas por el paso de los siglos y sobre las cuales tanto escribió Diego de Landa.

Ya se sabe que de aquellos cerros, los vecinos habían obtenido las piedras para levantar iglesias, edificios gubernamentales y casas particulares. No otro es el origen de la fábrica de nuestra Iglesia Catedral, la Casa de Montejo y el palacio episcopal, hoy Ateneo Peninsular. No hay casona situada en los alrededores de la Plaza Grande que no contenga esos venerables fragmentos del pasado

indígena. Todavía a principios del siglo XX, al demolerse la ciudadela de San Benito, el último vestigio maya se convirtió en piedrecilla para asfaltar calles.

En no pocas ocasiones se había pensado en derruir aquella pirámide de San Antón que tantos problemas de vialidad provocaba, pero la estructura parecía tan sólida y colosal que tanto el cabildo como la capitanía general daban marcha atrás con la expresión “es imposible”. ¿Acaso los criollos serían más “blandos” de carácter que aquellos conquistadores del siglo XVI que no dejaron piedra sobre piedra de los otros cerros?

Fue así hasta que llegó a Yucatán, como gobernador, el ilustrado y dinámico mariscal Benito Pérez Brito de los Ríos y Fernández Valdelomar, a quien antecedía una bien ganada fama de hombre emprendedor, amigo de la concordia e impulsor de los nuevos aires que soplaban por Europa. Su arribo en 1800 coincidió con la llegada de un nuevo siglo que sería crucial para el destino de nuestra patria. Tanto peninsulares como los oriundos de estas tierras americanas estaban a la expectativa.

Los once años que don Benito se mantuvo en Yucatán fueron de tensión, pues los movimientos independentistas se estaban gestando en tanto Napoleón Bonaparte avanzaba en sus conquistas europeas. Su mandato se caracterizó por cuatro acciones: la aplicación de los decretos reales sobre cementerios públicos, habilitar a Sisal como puerto comercial, coordinar la vigilancia en fortines y trincheras frente al peligro del invasor inglés, y los bandos contra vagos y malvivientes (hoy tan extendidos).

Asimismo, el gobernador se dio a la tarea de embellecer Mérida. Apisonó el camino desde la Plaza Grande hasta el pueblecillo de Itzimná, dispuso el bello parque de Santa Lucía, mandando edificar las arquerías que hasta hoy ostenta (aunque en mal estado), y agregó bancas al frecuentado Paseo de las Bonitas. En cuanto al cerro de San Antón, digamos que con don Benito le llegó “la horma de su zapato”.

Acompañado de subalternos y asesores, el magistrado visitó el sitio y como un acto simbólico, digno de darle sentido y propósito a toda lucha contra enemigos exteriores e internos, decidió organizar una demolición sistemática que requirió de muchos brazos y horas de faena.

 

“Con valentía sin par/ ya Pérez Valdelomar/ lo imposible sometió/pues San Antón arrasó/ cual pelos en ancha mar

De los antiguos se dijo / que maravillas hicieron. / Y como ejemplo tuvieron / laberintos de acertijo/ Hoy la mano poderosa / inmensidades arrasa/ para gloria de la raza.

 

Cuadrillas fueron y vinieron. Piedras se dispersaron por los cuatro puntos de la urbe. Con poemas, tronar de voladores y festejos de vecinos, en catorce meses se terminó de demoler aquel cerro gigante y desde entonces quedó abierto un gran tramo de la actual calle 50, exactamente desde la 63 hasta la 67. En el cruce de esta última se colocó una placa – que sobrevive – para conmemorar el suceso.

La esquina siguió llamándose “El imposible” aunque con la aclaración “y cevenció”. En ese sitio funciona una estación terminal de autobuses para pueblos del interior del Estado.

 

Esquinas de Mérida

Por: Jorge H. Álvares Rendón