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Un domingo visité Los Andes, un pequeño restaurante argentino que se encuentra frente a Plaza Fiesta. El lugar resulta acogedor con su medio tono. Pedí para abrir la tarde unas empanadas de espinaca, otra de elote y una más de camarón. Una Jamaica se entonó con las empanadas y el chimichurri, que es bueno en medio de lo simple que saben los que se ofrecen en los restaurantes argentinos de Mérida. Un guacamole vino a reforzar las entradas. La frescura del guacamole siempre hará un buen maridaje con las carnes: aclara el paladar. Me decidí por un churrasco y pedí una guarnición extra de puré de papa. Observé que quería la carne tres cuartos, no nos entendimos: la trajeron bien, pero muy bien cocida. Diré que me golpearon los pequeños platos que contrastan con los asadores de mesa con que se suelen servir estas carnes. Pero el desencuentro se dio con la cebolla que me pareció cocida y no asada, lo que es una herejía. La cebolla asada con limón y algunas hierbas es estupenda compañera en la degustación de la carne, sobre todo porque aporta el sabor dulce que libera al acitronarce. SI se cuece se mutila y ya no cumple con su función de dar el toque dulce. Este gesto nos lleva a considerar que no hay un chef en Los Andes, sino alguno que otro habilitado. Pero la situación se complicó al advertir que el puré era de caja, una suplantación no tan pervertida si se avisa, de lo contrario sometemos al comensal a la desagradable sorpresa. La carne no tenía mayor sabor, era una carne congelada que como la pida el cliente se entrega bien cocida y sin gracia alguna. A penas estábamos terminado cuando el gerente, hermano del propietario, se acercó y con un acento pastoso, de maestro de ceremonias de un bar de los arrabales de malevos de Buenos Aires, nos pidió un favor: dejar la mesa en que estábamos porque la necesitaba para unos clientes que requerían doble mesa. Los argentinos tienen una fama de gente presuntuosa y echadora, pero no de torpes. La conducta del gerente constituye una violación fundamental al decálogo de un restaurantero. Ahora bien, en el terreno de los clientes hay varias consideraciones. Si con una impudicia tan fresca se le pide a un cliente que se cambie de mesa porque se la van a dar a otro, y cuando este cliente dice que se retira, no se le da una satisfacción mínima, ya se intuirá como se procederá en la cocina. ¿Qué hará el gerente de los Andes si al cocinero se le cae el recipiente con la salsa de tomate y ésta se desparrama? Probablemente pedirle que la recoja porque hay que utilizarla; ¿cómo lavarán los platos y los vasos en Los Andes? ¿Qué cuidado tendrán en mantener la higiene en los instrumentos de la cocina? Se puede responder que en forma proporcional al respeto que demuestran por sus clientes. ¿Qué harán si advierten que existe un nido de cucarachas? ¿Con qué profesionalismo eliminarán a las hambrientas ratas que se dejan ir sobre los sitios que producen desperdicios? La calidad de cualquier restaurante se mide en función al respeto que demuestren por sus clientes. Creo que ateniéndonos a esta máxima incuestionable de la industria restaurantera habría que decir que Los Andes no es un restaurante de dudosa calidad sino de una muy explícita. Sin embargo si usted va puede aspirar a ser un sobreviviente de Los Andes, como aquellos que comieron de todo para sobrevivir después de que su avión se estrelló en Los Andes.