Las zonas de tolerancia en Mérida

La tolerancia es un término imprescindible en la civilización moderna occidental. Tolerancia, en todos los órdenes, es aceptar la heterodoxia, la disidencia, aun cuando impugne nuestras opiniones y creencia. En Mérida la palabra tiene un precisión al significado: se le vincula con la prostitución y la vida nocturna desinhibida. Y es que a lo largo de l primera mitad del siglo XX hubo en Mérida áreas destinadas a la «tolerancia». La más célebre, o la más recordada hasta la actualidad, fue «sur», denominación geográfica que obedece a su ubicación: la calle 66 sur. Cerrada esta «zona de tolerancia», cuya vida fue algo más de 20 años, aparecieron las casas clandestinas, hasta que en los ochenta se abrieron centros nocturnos con espectáculos nudistas y anexos a hoteles de ocasión. Estos giros han proliferado en las últimas décadas en una forma asombrosa y con ellos otras variantes no menos explícitas en la vida de la ciudad.

ANTECEDENTES

Se tiene noticas de que en el juicio de residencia que se le siguió al alcalde mayor don Diego de Quijada (1561-1565), se le acusó de «ser un hombre vicioso del pecado de la carne». En el mismo juicio se le acusó de jugador, bebedor y violador de mujeres tanto españolas como indias. No se omitió manifestar que el alcalde mayor se vestía con indecencia y solía hacerse acompañar por mujeres de mala reputación. Don Luis de Céspedes y Oviedo, capitán general de la provincia, y precursor de los carnavales, fue acusado severamente por el obispo don Francisco de Toral en 1567 de ser un mal ejemplo para la sociedad, de ¡usar máscaras!, no atender a a misa y de «frecuentar de noche y a tiempos sospechosos casas deshonestas». También se tienen noticias de otras prácticas. Es legendaria la carta que el fraile Lorenzo de Bienvenida le envió a su Majestad Felipe II el 10 de febrero de 1548 en la que daba cuenta de la violación que un criado del gobernador llamado Aguilar y Juan de Esquivel – hijo adoptivo de Montejo- habían cometido en las personas de dos jóvenes indios. Quizás estos vergonzosos sucesos animaron a las autoridades a ser consecuentes con las «casas deshonestas», con las cuáles podría establecer alguna contención para el desfogue de las bajas pasiones, idea muy extendida por aquellos años.

EL SIGLO XX

En su libro Cosas de mi pueble escribió don Ermilo Abreu Gómez: «El barrio de Maine era donde vivían las mujeres de mala nota. Este barrio estaba al poniente de la iglesia de Santa Ana y se componía de ocho o diez manzanas. De día estaba desierto. Ya oscurecido empezaba el bullicio. Se abrían las cantinas, acudían los trovadores y las mujeres salían a la calle. Todo se volvía gritos, ayes, imprecauciones y risas. En un tugurio se armaba un alboroto; rodaban sillas, corría un chulo y sonaba un tiro. El del cilindro, indiferente, seguía tocando». Ya Salvador Alvarado había intentado, mediante un ordenamiento legal, la abolición de las casas non santas, prohibiendo que más de dos meretrices vivieran en una sola casa; a decir verdad, don Salvador no pretendía embestir a las prostitutas, por el contrario, sus afanes libertarios perseguían librarlas de las mujeres y lo hombres que las explotaban. Su lucha era contra el lenocinio y no contra el oficio más antiguo del mundo. El antiguo Maine mudó el nombre y empezó a llamarse «Cinco de Mayo», y un buen día la ciudad se lo encontró en medio de si misma, incomodando la vida cotidiana. Eran «tratantes de blancas» en el antiguo Cinco de Mayo: el «Chino Ley», el «Chop Luis», Roberto Jiménez, quien anunciaba su lupanar en una radioemisora local cuyo locutor era Humberto Flores Molina, el prehistórico Andresito, que hasta el día de su muerte ejerció esta innoble tarea en una pequeña casas de las inmediaciones del Centro de Convenciones de la Cámara de Comercio, y la no menos célebre Micaela Alpuche.

 

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