Nuestra civilización es hija de dos tradiciones: la grecolatina y la judeocristiana. Grecia inventó la democracia y también elucidó las formas de gobierno. La República es el producto de la combinación de tres formas de gobierno: la democracia, con el Poder Legislativo; la Aristocracia, con los jueces y el Poder Judicial y la Monarquía, con el Ejecutivo y su corte de ministros. Cuando triunfa el cristianismo en Roma, razón de la decadencia del Imperio Romano, según el historiador Eduardo Gibbon, se introduce la visión judía que no cree en la democracia y sí profesa la fe en los profetas, los escogidos de Dios para que le hablen a su pueblo. La concepción del Dios de los judíos, que es el que nos llega a nosotros, es la de un Dios autócrata, absoluto, sin democracia alguna. En el cielo no hay Parlamento, ni Senado, ni Cámara de Diputados: Dios hace lo que le da la gana, lo hace con amor y por el bien de su pueblo. De ahí que por siglos se haya visto a los reyes como elegidos de Dios, como sus representantes en la tierra. Esa idea prevalece refinada en Gran Bretaña: la monarquía es un regalo de Dios a los hombres en la tierra. Gran Bretaña ha logrado darle un sentido a su monarquía: ella es la que dignifica el gobierno del pueblo y lo presenta. Es tutelar de las reglas no escritas de la sociedad. Por esa visión judeocristiana todos los hombres de la civilización occidental se sienten tentados a creer en los gobernantes que hablan como mesías. Los Estados Unidos constituyen un caso muy especial: Lutero les escribió una carta a los pioneros diciéndoles que ahí donde no hubiera pastor la comunidad se reuniera y eligiera a uno. Así que la voluntad de la mayoría es la voluntad de Dios. Para los norteamericanos Dios habla a través del pueblo. A pesar de esto eligió a Trump que se siente un mesías redentor y que habla como un elegido. Francia es otro caso: la Revolución Francesa rompió con la religión y todos sus principios, rompió con parte de la tradición judeocristiana. Esto ha implicado una visión muy particular del mundo. Los pueblos latinoamericanos no tienen ninguna tradición democrática, de ahí que necesiten oír a hombres que hablan como redentores, que ofrecen un nuevo orden salvador. El problema no es López Obrador, que no es un hombre malo, el problema son sus seguidores que están urgidos de una necesitad íntima: creer en un mesías que los ha elegido y los llevara a una tierra prometida. Ese es el drama que empieza a vivir México. Nuestra experiencia y la del mundo nos muestran que las propuestas de López Obrador son perjudiciales y que nos pueden llevar al caos. Millones de mexicanos no quieren oír eso y se aferran a López Obrador que mientras más quiera darles gusto más los perjudicará en el mediano y largo plazo. Los gobiernos panistas, con sacrificios, nos dieron soberanía al constituir nuestras solidas reservas internacionales. El mundo financiero nos manejaba, ahora ya no es tan fácil: ya no los necesita México para vivir como país. Puede ser que López Obrador consiga lo contrario de lo que se propone. Puede ser que perdamos soberanía y muchos mexicanos salgan del país en busca de una forma de vida. Los gobernantes populistas consiguen la diáspora de su pueblo, la pobreza, el dolor y el drama. Podemos decir como Churchuill: “con lo que promete López Obrador solo puede obtener sangre, sudor y lágrimas”.
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