POR JORGE ÁLVAREZ RENDÓN

En sus noches de guardia médica, Antón Petrovich Chejov tenía siempre a mano una libreta de notas en la que registraba un sinfín de observaciones: rasgos de síntomas, proyectos de diagnosis, apuntes de rasgos físicos interesantes y también – tratándose de uno de los gigantes del género – reflexiones sobre el relato breve, el cuento tan rico en perfiles y alcances.

El maestro ruso pensaba que todo cuento es una estructura figurativa, al mismo tiempo vigoroso y delicadísimo. Debe formar un ondulante cuerpo de situaciones y caracteres humanos que se deslice sin esfuerzo evitando que la carga narrativa se localice en algún punto específico. Con el auxilio de un cuidadoso ajuste de vocablos – se le llama estilo – el autor debe equilibrar las porciones de su manjar ficticio.

El interés del relato debe hallarse prudentemente repartido en cada una de sus progresiones, en cada impulso temático. Cada acontecer debe tener valor significativo y no dejar uno o dos relumbrones sorpresivos para perfilar aquel clásico desenlace que algunas retóricas aconsejaban.

Un ejemplo de lo afirmado por Chejov podemos hallarlo en uno de los mayores logros de la cuentística en castellano. Aquella Casa Tomada del argentino Cortázar. De la primera frase hasta la última, desde el atisbo inicial del narrador hasta esa llave que cae en plena calle, un extraño e inexplicable fenómeno atrapa el interés y con gradación perfecta nos lleva a la situación limite de ofrecer tantos significados como lectores hubiere.

Los textos del volumen que ahora presentamos – El pájaro atardecido – de Gonzalo Navarrete Muñoz, poseen, en su breve diseño – tres cuentos y una novela corta – elementos suficientes para sostener la opinión del maestro ruso, aunque se noten también rasgos esquemáticos de otros narradores como el español Luis Goytisolo y el argentino Bioy Casares, sobre todo por un como ocasional tono de parodia.

En la realidad asegura basarse don Gonzalo y algunos perfiles del primer cuento – El día de visitas – nos enfatizan, verbal y temáticamente, el entorno yucateco, el aroma de nuestros campos. En rápido auto dibujo, el narrador nos convence que trabaja el barro con el esmero de los padres mayas y sabe darle a su existencia una reposada, tranquila sustancia que gira hacia lo opuesto apenas el honor familiar formula sus reclamos.

El ambiente variado, socialmente representativo de un café citadino permite a un conocedor en menesteres culinarios como el Sr. Navarrete forjar un manjar por ratos exótico y casi siempre muy regional, una serie de pláticas que aporta vivacidad al volumen.

Voces de clientes refieren anécdotas que se movilizan por el tiempo, pues los comensales ofrecen señales de su clase social y hábitos de tratamiento que fluyen a través de un siglo. El relato es un muestrario de vicios y afianzadas costumbres. De cotos de poder y ese don tan utilizado que es la simulación.

El libro toma nombre de la novela corta que lo cierra. Otro rasgo de don Gonzalo, su aptitud indagatoria en la historia peninsular, le facilita tratar con verosímiles trazos un esquema ficcional que comienza en el siglo XVIII y se adentra un tanto más en el siguiente.

Un ex seminarista hijo de una mujer empeñada en la herbolaria maya no solo se convierte en contrabandista británico desde Belice, sino que entabla relaciones complejas con famosos bucaneros y se incrusta en algunas de las luchas de independencia hispanoamericanas por sus ángulos menos nobles.

Abreviemos para afirmar que se trata de un volumen cuya lectura nos otorgara no solo una sonrisa de complicidad, sino unos gramos más de saber sobre nuestro entorno.