MANUEL DIAZ RUBIO EN UNA MESA MEMORABLE
A mediados de los ochentas algunos de los ejecutivos de Grupo Roche solíamos comer en un comedor que se encontraba contiguo a la espaciosa sala de juntas. Los comensales frecuentes éramos: don José Palomeque Cosgaya, Roger Roche Ancona, Eduardo Roche Díaz, Manuel Díaz Rubio, Wilbert Lizarraga Castellanos y yo. La comida era sencilla: arroz, ensalada, pollo o carne asada, refrescos y postre; en algunas ocasiones se pedía comida árabe o alguna otra cosa. Wilbert Lizarraga se quejaba y solía decir: “La próxima semana traigo mi comida y mis chinas para el postre”. Atendía la mesa con toda diligencia Panchito que a todos trataba de dar gusto. A las dos de la tarde se transmitía el noticiero de Abraham Zabludosky y era obligada su presencia. Algunas veces nos acompañaban directivos de bancos u otros amigos. La conversación era diversa aunque con preferencia en tres temas: economía, política y cultura general, había muy poco espacio para chismes. Al paso de los años me sorprende ese mesa: hablábamos por igual de las pinturas de Diego Rivera , o a cuánto había llegado a cotizarse un cuadro de Frida Kahlo en Nueva York, que del ensayo Tiempo Nublado de Octavio Paz o la historia del viaje que alguien había realizado. Las miserias cotidianas y sus rudezas se detenían a la hora de la comida. Y todo terminaba en risas y bromas sanísimas. Recuerdo que un día conté que estaba leyendo un libro que hablaba del rey Eduardo VII de Gran Bretaña y de su esposa, la reina Alejandra. Dije que ella era tan inteligente que cuando el rey agonizaba mandó llamar a su amante y les permitió despedirse. Roger Roche Ancona dijo con simpatía: “Préstame ese libro, por favor, para que lo lea mi mujer”. El caso de Manuel Díaz Rubio me intrigaba: manejaba un negocio complejo, la naviera. Yo era comisario de esas sociedades y conocía la complejidad de las operaciones así como el raro encanto que poseían. Manuel parecía ser el capitán de una nave que estaba siempre en medio de un ciclón. Su situación parecía dejarlo vulnerable y en algunos casos lo hizo blanco de severas críticas. Vivimos ásperas juntas en las cuales yo solía ponerme de su lado. Hoy recuerdo con especialidad una técnica que desarrollamos como otros muchos mexicanos. Yo calculaba la “paridad técnica o de equilibrio” entre el peso y el dólar; lo hacía con datos del Banco de México y de oficinas de los Estados Unidos; también calculaba el rendimiento de las tasas de interés, positivo o negativo, de cada país. Este “juego de números” nos permitía determinar cuando ya era inevitable una devaluación. De esto se discutía mucho en las comidas. A decir verdad la manera en que hacíamos este trabajo asombró en más de una ocasión a banqueros locales y nacionales. Recuerdo como el paso por una universidad todas las horas que estuve en esa mesa de notables. Alguna vez le dije a Manuel, mientras revisábamos documentos: “Tu ya eres adicto a los problemas y a los retos, necesitas la adrenalina que te producen”. Pero, a un tiempo, le preguntaba ¿Qué has hecho con tu herencia poética ? En alusión a su padre, el poeta José Díaz Bolio. Mucho tiempo después comprendí que en esa necesidad de crear que lo movía había un hecho poético. Sus gestas, en algunos trances, parecían dignas de un poema épico. Se entregaba con pasión y una energía inagotable al trabajo. Pasados los años Manuel conquistó un sólido éxito a nivel internacional .Se enamoró del mar confiando en que nunca lo iba abandonar. Y así fue. Quizás por eso sentía en la piel por donde iba el viento y tenía un instinto como no he conocido otro. Era un creador rebelde , por eso fue un pionero: fundó cámaras, asociaciones, empresas, procedimientos, obras sociales y tantas cosas que convocan a la admiración. Por su amor al mar se convirtió en un promotor de la paz. Patrocinó el proyecto del barco Zamná que llevó un mensaje de paz al viejo mundo y fue reconocido por eso. Qué duda cabe: fue un héroe civil que nos deja una gran obra. El y su familia sufrieron un dolor que podía astillar el alma para siempre. En una conversación íntima que tuvimos, evoqué a Neruda: sobrevives en el mar, locamente herido, solo por ser persistente. Quizás, tras su inmenso dolor, tuvo el valor de volver a nacer y tener una nueva mirada. Cuando supe de su partida me di cuenta que soy el único sobreviviente de esa mesa memorable, pero a esta edad ya aprendí que la vida es muy frágil y la muerte muy sólida. Y pensé en el poema de Machado :
Y cuando llegue el día del último viaje
Y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
Me encontrareis a bordo, ligero de equipaje,
Casi desnudo, como los hijos de la mar.
Manuel Díaz Rubio partió así pero nos dejó ese monumento que es obra.