Texto del discurso pronunciado por Gonzalo Navarrete Muñoz en la sesión solemne del Cabildo el pasado 6 de enero de 2006

Distinguidos representantes de los poderes del Estado y de la ciudad, señoras y señores, muy buenas noches:

El  mes de abril del año de 2005 este Honorable Ayuntamiento me honró Nombrándome cronista de la ciudad. La noche de hoy, al recibir otra distinción de este Cabildo para ser orador huésped en esta sesión solemne por el aniversario de la ciudad, me tomaré  el atrevimiento de hablar sobre la labor de los cronistas en las ciudades contemporáneas.

LA CIUDAD Y SU PERSPECTIVA HISTÓRICA

Esta noche, al conmemorar la fundación de la ciudad, quizás pasan lista de presencia los primeros alcaldes don Gaspar Pacheco y don Alonso Reynoso y los doce primeros regidores de aquel Ayuntamiento fundador de los que han sido herederos todos los Ayuntamientos de esta multisecular, muy noble y muy leal ciudad de Mérida, la de Yucatán.

La ciudad nace con la Colonia y a través de los siglos lo ha reafirmado: nuestra avenida principal lleva el nombre del conquistador, rasgo infrecuente en las ciudades de Ibero América. No hubiera sido posible nunca que el Paseo de la Reforma, en la ciudad de México, hubiera llevado el nombre de Hernán Cortes: Nadie lo puede asegurar pero si algún gobernante de la otrora gran Tenochtitlan  se hubiera atrevido a hacer una propuesta semejante quizás hubiera encontrado como destino un severo juicio que lo condujera a una sentencia fatal.

En nuestro país la Nueva España es un paréntesis histórico: se ha tratado de sostener que nuestras ciudades se fundan- incluido, desde luego, el Estado Azteca- antes de la llegada de los españoles y que recobran su libertad con la Independencia. Según estas premisas los regímenes prehispánicos eran nacionales y el del la Colonia lo era extranjero. Estas discusiones no han tenido mayor trascendencia en la ciudad de Mérida que no ha negado nuca su nacimiento en el siglo XVI, su esplendor  en el siglo XVIII que fue el de los criollos y también el de los mestizos, aunque en el siglo XIX hayamos vivido una transformación de la vieja ciudad colonial. Es curioso pero desde entonces hasta la fecha, salvo momentos excepcionales, ha habido una tendencia por construir  nuestra ciudad como para vivir un exilio interior: primero como una ciudad francesa y después como una norteamericana. No hay manera de disimularlo: las construcciones, y aun las calles, proclaman el lugar del que se han querido trasplantar. Nuestro Paseo de Montejo empezó siendo una avenida que quiso estar en una ciudad francesa pero no pudo y se encuentra hoy, en su tramo más moderno suspirando por el nombre con el que la llamó con gracia Sara Poot Herrera: North Avenue.

Todo esto ha hecho que nos olvidemos que esta ciudad fue la ciudad de los “cinco cerros” y que por éstos y las construcciones que encontraron los españoles fue llamada Mérida. Hoy ¿Qué evoca aun cuando tan solo fuera simbólicamente los cerros de la antigua Thó? ¿Qué edificios o monumentos nos vinculan con la Emérita Augusta de España y sus edificaciones de estirpe romana?

DEL EXILIO INTERIOR A LA GLOBALIZACIÓN

Posiblemente los antecedentes remotos de la actual globalización se encuentren en las “reformas borbónicas” que propiciaron cierta libertad en el comercio, entre otras medidas. Sin embargo la globalización puede generar dos movimientos: una apertura al mundo y un resurgimiento de las particularidades, más que como protección como una manera de poder ser parte del concierto universal. Ante este momento histórico se dimensiona la importancia de   la labor de los cronistas en las ciudades contemporáneas.

Esto implica enfrentar una de las críticas clásicas que se han realizado a sus trabajos: centrarse en el llamado “color local” que a su vez puede encontrarse peligrosamente cerca del costumbrismo, lo pintoresco y la autocomplacencia.

Por eso es necesario renovar la crónica encontrando la forma eficiente de establecer un diálogo entre lo local y lo global: finalmente nuestra tradición, en alguna medida,  proviene del exterior.

UNA DEFINICIÓN QUE HA ATRAVESADO LOS SIGLOS

En el acta que se nombra como primer cronista e historiador de la Nueva España a Juan Francisco Sahagún de Arévalo se establece que: “siendo los cronistas los que con los libros de historia hacen patentes las memorias y sucesos pasados, asientan los presentes que experimentaban y dan norma para los futuros”; este texto nos revela conceptos, todos estos, de una asombrosa vitalidad. Por él podemos entender que cronista requiere manejar los tres tiempos contradiciendo a los que aseguran que el tiempo real es el pasado, asumiendo que el presente no existe, tan solo es  traslación y que el futuro es la incertidumbre, el campo de juego de la fortuna.

Es  imprescindible admitir  que la crónica no es la anécdota histórica, ni su contrahechura: el chisme; y menos la  devoción por la nostalgia.

Es la exigencia de explicar el presente, que anticipa lo que está por venir, con el estímulo del pasado.

Verdad es que hay generaciones obsesionadas con el pasado y otras ofuscadas con la idea de contradecirlo, de romper con él. En nuestro caso la situación es inobjetable: aquel viejo dicho de que “Si se  rasca a un ruso se encontrará un cosaco como si se  rasca a un yucateco se entrará un historiador” ha caído en un abismo.

A pesar de que el texto colonial al que hemos hecho referencia  ha atravesado los siglos con una insólita vigencia, las que no se han conservado son las ciudades y sus vidas. Al crecer van entrando a un extraño proceso que parece ser contrario a  la naturaleza del hombre: las calles se hacen en el aire: pasos a desnivel y segundos y terceros pisos; los hombres y mujeres empiezan a andar bajo la tierra atraídos, o dominados, por los medios masivos de transporte; dilapidamos nuestra existencia en trasladarnos de un lugar a otro, esto ya es una forma de suicido colectivo, una manera de restarle tiempo a la vida que ya no se vive , se ve pasar desde los vehículos; los habitantes se desvinculan y pierden el sentido de pertenencia: ya no saben en qué ciudad viven. Hace unos días Elena Poniatowska- una de las más importantes cronistas del México contemporáneo- al dedicarme el primer tomo de sus obras completas me felicitaba por el cielo de Mérida. Empero, no podemos evadirlo, una característica de la edad de ciertas ciudades es el que la inseguridad no solo está en la tierra sino también en el cielo que empieza a ser violentamente robado por algunos edificios, a menudo infames, que nos lo sustraen arbitraria e irremediablemente.

Quizás a esto se deba que desde los años sesenta la labor de los cronistas se haya desvinculado un tanto de la perspectiva histórica- lo que puede empobrecerla- para enfocarse en todo aquello que contribuya a mantener el espíritu de coalición urbana. En este sentido el cronista es un propiciador del diálogo entre las  diferencias de las ciudades multiplicadas en sí mismas y por tanto ajenas las unas a las otras.

EL EJEMPLO DE MÉRIDA

Sin embargo no se puede prescindir de ciertas premisas poco polémicas. Mérida durante la Colonia fue una ciudad dividida: Santiago fue un barrio para indios; San Cristóbal para indios provenientes de las afueras de la ciudad.

Mérida fue la “ciudad blanca” por haber sido la capital de los blancos, siendo que la legendaria Chan Santa Cruz, hoy Felipe Carrillo Puerto, era la capital de los indios tras la Guerra de Castas. La ciudad exhibe estas características: tres héroes del bando de los blancos gozan de estatuas que los evocan en posiciones privilegiadas de la ciudad: Manuel Cepeda Peraza, Eulogio Rosado y Sebastián Molas. El Paseo de Montejo, en los tiempos de su inauguración, justamente hace cien años, culminaba con la estatua de don Justo Sierra O´Relly, gran impulsor de la causa de los blancos y quien viajara a los Estados Unidos con la encomienda de vender Yucatán a la Unión Americana a cambio de ayuda para aniquilar a los adversarios indígenas. Ciertamente, también existe-hasta hoy como glorieta en tanto que no se le convierta en esquinera- una estatua a Felipe Carrillo Puerto, defensor de los indios mayas de las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo no hay en El Paseo de Montejo estatuas para Cecilio Chí o Jacinto Pat. Pero en México, en una prolongación del que fuera llamado El Paseo de la Emperatriz, o del Emperador, que para los efectos viene siendo lo mismo, hoy conocido como El Paseo de la Reforma,  entre las glorietas de Simón Bolívar y José S. Martín existen dos estatuas consagradas a don Jacinto y a don Cecilio.

Quizás nuestra vocación de ciudad dividida por castas se refleje en los albores del siglo XXI en la existencia de las dos Méridas: la del sur y la del norte, con sus ostensibles y absurdas diferencias. El caso merece la evocación histórica y la narración contemporánea para incitar a la reversión de este estigma de nuestra ciudad. La supresión de esta ruptura de Mérida tendrá que hacerse algún día más allá de cualquier consideración política o partidista.

EL OFICIO DE LA CRÓNICA

Dijo con lucidez Benjamín: “Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual”.  Evitar ese agio que nos arruina es una de las labores de la crónica. Para realizarla el cronista tiene que investigar con igual interés en las bibliotecas, las hemerotecas, los archivos como en las calles. Su labor podrá ser la de un serendipity. El conde de Serendipit, un príncipe de Ceilán, encontraba siempre lo que no investigaba; o para decirlo en términos muy nuestros “buscaba lo que no estaba buscando”, siendo que ese hallazgo será siempre de valor por simple razón de existir.

El esfuerzo posterior del cronista concentrará en divulgarlo: no hay cronista sin publicaciones y sin libros, aunque la soberanía de éstos últimos haya terminado y se deba recurrir a otros medios de comunicación.  La crónica es un género literario consumado dese los orígenes de la humanidad: un cronista narró los siete días de la creación. Quien no escriba nunca puede ser cronista.

La crónica puede no ceñirse a la palabra pero nunca podrá prescindir de ésta. Dos ejemplos del Yucatán del siglo XX son ilustrativos: el Dr. Eduardo Urzaiz Rodríguez realizó algunas crónicas extraordinarias con los dibujos de la Reconstrucción de Hechos de Claudio Meex, sin embargo nunca pudo evitar los imprescindibles textos literarios que les daban la verdadera dimensión; el otro caso, es más diverso y atractivo: don Carlos R. Menéndez González supo desarrollar dos estilos diferentes: el de dar a conocer un acontecimiento-comunicar una noticia- y el de contar una historia, hacer una crónica. Su  labor  contradecía a Antonio Cándido cuando nos dice que la crónica “es literatura a ras del suelo” y le daba la razón a Carlos Monsiváis cuando nos esclarece que la crónica es: “la reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas”.

Apenas si se tiene que recordar que si Dios mandó hacer el Evangelio con cuatro versiones distintas, no hay nada de extraño en que la historia no solo tolere sino reclame una visión plural. Ahora bien, en la crónica la objetividad es un mito en tanto que es la narración alguien cuenta sobre  sucesos y  hombres ya sea porque alguien se los refirió , o por haberlos visto o por haberlos leído sin descender a las profundidades del rigor. La crónica tiende a ser polémica: anuncia y denuncia. Libra cotidianamente las batallas clásicas de una ciudad. Toda ciudad tiene un catálogo de problemas, algunos provienen de los tiempos colonias, otros de la naturaleza, otros de la tensión del crecimiento y las que provienen de la lucha entre modernidad y tradición, entre muchas más. Este no es trabajo, es pasión. Solo quien se ha consumido estudiando y pensando la ciudad puede ser cronista. No es un trabajo que acepte improvisaciones.

Finalmente a lo que si se tiene que ajustar irrestrictamente la crónica es al principio de utilidad, si al realizarla no se logra contribuir a hacer hombres  mejores no tiene ninguna razón de ser.