El amor romántico, el amor galante, en la forma en que hoy lo conocemos, es un invento occidental del siglo XIII. La introducción de la artillería en ese siglo transformó la organización política prevaleciente: el rey, que podía comprar cañones, adquiría una total preeminencia sobre los señores feudales, lo que trajo un buen número de consecuencias:  la arquitectura románica, concebida para resistir los embates  de las hordas, dio paso a la arquitectura gótica que se muestra indiferente a las fuerzas de asalto; se crean las cortes y los muros de las ciudades dejan de tener una función social; surgen los primeros signos de la clase media burguesa y se presenta una serie de oportunidades que antes no existían. Evidentemente, en ese nuevo orden,  se daban más alternativas para el apareamiento o el matrimonio, lo que demandaba, naturalmente, que el pretendiente tuviera que inventar  artes para la conquista amorosa. Por mucho tiempo el destino matrimonial de los jóvenes era más o menos cierto, sin opciones , con pocas posibilidades de cambio. Ciertamente el artificio  más señalado para la seducción no era   el prometer el amor eterno, promesa intrascendente y circunstancial, sino la declaración jurada de que ese amor era  predestinado y, por lo tanto, su destino era la consumación, oponerse a ese designio sobrenatural era un acto inhumano que la vida sabría castigar. El amor romántico cobra su mayor esplendor hasta el siglo XIX, precisamente con ese período que conocemos como Romanticismo; sin embargo, desde el siglo XIII hasta nuestros días, el amor romántico ha encontrado grandes detractores. La razón a la vista está: reconocen su falsedad, su naturaleza quimérica,  y lo ven como una fuente de problemas familiares y sociales. El siglo XX, en algo, posiblemente, les dio la razón. Antes de esta invención los seres humanos se casaban, fundamentalmente, por cuatro motivos: fisiológicos y de procreación, económicos, políticos y religiosos. Desde que la mujer era un instrumento de intercambio con otros grupos sociales existían los tres primeros motivos, el cuarto, el religioso, tuvo una importancia posterior. En este contexto el matrimonio era un contrato pragmático, desprovisto de la fascinación poética que le da el romanticismo, pero más sincero y, por lo tanto, más autentico. Revisando documentos yucatecos de siglos pasados uno se puede sorprender primero, y cautivarse después, ante los matrimonios de mujeres de más de cincuenta años con hombres muy jóvenes. Desde luego que entre los mayas no solo no existía el amor romántico prevaleciente en la civilización occidental sino que  se daba otra condición especial: la división de funciones  excluyente, la mujer no puede hacer lo que le corresponde al hombre y viceversa, de ahí que sea necesario el contrato matrimonial, desligado del amor y de cualquier forma de erotismo. La pasión es más antigua y tiene otras motivaciones; la pasión es el deseo exacerbado por poseer a una persona, en ese sentido poco o nada tiene que ver con la idea de un amor ideal. Posiblemente a la pasión se puede llegar por varias rutas, una de ellas es la de la atracción física, estimuladora, también, del amor espiritual; el cuerpo es el territorio natural de la pasión, también lo es del amor que, si bien crece y se agiganta en el mundo de la imaginación, reclama  descender a la sensualidad que es, finalmente, imprescindible para la dicha. En siglos pasados se creía que por la sangre corrían los espíritus, partículas pequeñas que por la acción conjunta del calor del estómago y el hígado se hacían sutiles al punto de que, por el impulso del corazón, podían llegar hasta el alma para comunicarse con ella. Por este dialogo del cuerpo y el alma, posiblemente, sobrevivía el amor.  

Ni el amor ni la fidelidad son garantía alguna para el éxito matrimonial. El concepto del amor único y exclusivo que difunde el cristianismo constituye un ordenamiento importante para la idea del amor, ambos sustentan un principio de la civilización occidental: la monogamia. La fidelidad femenina, quizás hasta antes de la aparición de los anticonceptivos, era un valor social que había que cuidar: proporcionaba algún grado de certidumbre sobre la descendencia;  con la fidelidad masculina se podía ser descuidados, no servía para nada.  Sin embargo, la infidelidad pervierte la unión de un hombre y una mujer, tanto bajo la idea del amor romántico como bajo la premisa de un contrato matrimonial, esto porque las infidencias son violaciones al sigilo de una relación y causas de escándalo que lastiman a las partes.  El concepto del amor en un matrimonio puede conducir con mayor frecuencia a la desilusión que a la felicidad; los encantos del galanteo, los sueños del tiempo de las pretensiones, son deliciosos y por eso contrastan tanto con las horas profanas de la cotidianeidad. Gabriel García Márquez, autor de una novela mítica como Cien Años de Soledad, nos asombra en las últimas décadas del siglo XX con una apología del matrimonio: El Amor en los Tiempos del Cólera; uno de los personajes de esta novela, Fermina Daza, le reclama al marido, Juvenal Urbino, tras años de matrimonio, el no haber sido feliz, para obtener como respuesta una sentencia abrumadora: “En el matrimonio lo importante no es la felicidad sino la estabilidad”. Quizás el verdadero amor  solo  se logre con el tiempo, tras la solidaridad y la subsidiaridad frente la vida; quizás sea al principio “una apuesta ” por la otra persona para llegar, tras una larga historia, al verdadero y genuino amor.