La pequeña historia explica la grande, dicen los franceses. Si esto es así, la de la vida de Ada Navarrete explicaría la complicada historia del siglo XX mexicano y su difícil camino para llegar a ser una cantante nos daría algunas claves para comprender por qué en nuestro país la ópera ha tenido tantos obstáculos.

Ada Navarrete fue una mujer que en las más adversas condiciones imaginables trató de desarrollar el arte del canto, sentido desde niña como una profunda vocación a la que se entregó con la
pasión con que se puede entregar quien encuentra el sentido de la existencia en el arte. Le correspondió vivir en los trágicos años que el torbellino de la Revolución Mexicana destrozó al país y a gran parte de sus habitantes, truncando cientos de potenciales carreras en todos los campos, entre ellas la suya en el de la ópera.

Por una serie de casualidades, tuve conocimiento de la existencia de sus memorias, que por más de 40 años permanecieron sin que nadie las leyera, hasta que una nieta de la cantante recibió de su madre el cuaderno manuscrito con los recuerdos de su singular vida.

“Un día mi madre puso en mis manos una libreta envejecida por el paso del tiempo y me dijo que eran las memorias de mi abuela Ada. Habían pasado más de 40 años de su muerte. Esas páginas con caligrafía estilizada, tachaduras y faltas de ortografía cambiaron mi existencia… Al terminar su lectura ya era otra. Aquellas páginas amarillas me habían hecho entender que nuestros sentimientos y acciones responden a los acontecimientos que nos marcan en la vida y eso es profundamente humano…”

Al aquilatar el valor que para ella y sus hermanos tenía el conocer de primera mano los detalles de aquella leyenda familiar, con profunda emoción las transcribió. La curiosidad por las cosas relacionadas con la ópera en nuestro país me llevó a solicitar respetuosamente un ejemplar al amigo que me habló de ella, su abuela que había cantado, nada menos, con Enrico Caruso. Su lectura ha sido un placer auténtico y una interesante aproximación a esas enormes di cultades que los cantantes han de enfrentar
para vivir haciendo lo que realmente les apasiona: cantar. Para un a cionado al género son un deleite, llenas de anécdotas graciosas y reveladoras.

Aunque ella las redactó como una simple narración de sus vivencias, éstas, como las de la marquesa Calderón de la Barca,

se convierten en un inapreciable testimonio del difícil tiempo mexicano que le tocó vivir, mismo que a la larga sepultó tantas ilusiones y posibilidades de plenitud de quien quizá fue la única mexicana que alternó con Enrico Caruso y que tuvo un contrato de varios años en la Ópera Metropolitana de Nueva York.

Nacida en Mérida cuando empezaba la última década del siglo XIX, pasó por la infancia con la educación esmerada y el trato amable de una familia tradicionalista, que le otorgó la nura espiritual que rezuma su texto, donde habla de cómo creció escuchando a sus padres al piano interpretar a cuatro manos las piezas del repertorio clásico, que despertaron en ella desde pequeña un amor profundo por la música.

Siendo niña asombraba a los amigos de la casa con su voz y su gusto al cantar. Su familia dejó Yucatán para trasladarse a Puebla, donde el padre encontró mejores condiciones para desempeñarse en su profesión. En una hacienda poblana, que debió ser bellísima —sus dramáticas ruinas así lo sugieren—, la de Guadalupe, no lejos de San Martín Texmelucan, que pertenecía a don Marcelino García del Presno, buen amigo de su familia y cliente de su padre, Ada comenzó a cantar en público en las frecuentes reuniones

que allá se organizaban para hacer música y donde los que la escuchaban volvían a la ciudad haciéndose lenguas del asombroso talento de la bella jovencita yucateca.

Ada llegó a dominar, gracias a su innato talento musical, la técnica vocal, sin tener realmente una educación musical formal, más
allá de las clases que le diera un tenor italiano retirado, Miguel Carnelli, que en Puebla, donde sobrevivía dando clase a jóvenes con ganas de cantar, la fue instruyendo —maravillado por su innata musicalidad— en los secretos del canto, augurando para ella un brillante porvenir, convencido de que la suya era una voz excepcional y su facilidad para el aprendizaje un don sobrenatural. Y no se equivocó del todo aquel viejo profesor.

El documento cuenta no sólo la vida de una cantante, sino también el de una persona que se desenvuelve en una sociedad que le ponía muy difícil a las mujeres el desarrollo de cualquier vocación y más el de una que no se adaptaba a los esquemas tradicionales del rol femenino. La parte de vivencias íntimas, cargadas de decepciones amorosas, tiene en estas páginas una riqueza lírica notable, si bien el telón de fondo es el marco del desarrollo de la ópera en el país.

Fue ya casada con un joven poblano, Honorato Carrasco, y
con dos hijas, en el año de 1914, que Ada empezó a cantar profesionalmente. Lo hizo al principio interpretando arias sueltas de La traviata, Lucia di Lammermoor y Rigoletto, en tardes de domingo, en el salón Rojo (estuvo en la esquina de Plateros y Vergara, entonces, hoy en Madero y Bolívar), donde un empresario la descubrió y le ofreció formar parte de elencos que cantaran óperas completas.

Con los temores propios de una situación incierta, apoyada
al principio por sus padres, y después de vencer sus naturales reticencias, por su marido, aceptó el ofrecimiento de cantar roles que hubo de estudiar sola, y que gracias a su enorme talento musical aprendió con asombrosa rapidez. Debutó cantando Gilda en Rigoletto y siguió con el epónimo de Lucia di Lammermoor, teniendo gran éxito en ambas. A partir de ese momento, la ópera se convirtió en su vida, en un país con permanentes sobresaltos revolucionarios, donde algunos valientes empresarios y cantantes se esforzaban por presentar a un público ávido de vivir

ensoñaciones que lo apartaran de una realidad devastadora, una que otra función de aquellas inverosímiles historias cantadas que, a pesar de los dramones, resultaban menos tremendos que la cotidianeidad.

En estas circunstancias, habiéndose convertido Honorato en un apasionado a cionado a la ópera, se lanzó a formar una compañía, y pronto organizó una gira por el país, a pesar de las convulsiones sociales que se vivían en 1915. Sólo por esto el señor Carrasco merecería un monumento, o al menos la difusión de su contribución a mantener viva la tradición operística de un país que en los años del llamado Por riato había construido varios teatros importantes que dieron trabajo a compositores e intérpretes durante años, consolidando el gusto por la ópera, que llegaba a ciudades
y pueblos de toda la República, y que en los años posteriores a 1910 vio casi desaparecida su existencia, a no ser por las heróicas aventuras de estos artistas y empresarios.

Así, en pueblos y ciudades de Hidalgo, Aguascalientes, Jalisco, Colima, Durango y Chihuahua, pudieron escuchar, con los cantantes de la compañía que formó su esposo, a Ada Navarrete, y otros cantantes ya de renombre en el país, como Luis de Ibargüen, José Fuentes Ovando, María Teresa Santillán y María Haller, entre otros, en modestas pero bien cantadas representaciones de Lucia

Ese par de años en la Urbe de Hierro les deparó la suerte de hacer una gran amistad con el entonces cónsul del presidente Venustiano Carranza allá, don Adolfo de la Huerta, gran a cionado a la música y notable cantante él mismo, quien les ayudó en todo momento. El episodio clave para su carrera entonces fue la audición para la gira de la compañía a México, en que el propio tenor Enrico Caruso la eligió entre las 15 aspirantes a acompañarlo, invitado por Carranza, a quien De la Huerta convenció para que promoviera la temporada operística en el recién inaugurado teatro de Esperanza Iris.

El viaje de tres días de Nueva York a la Ciudad de México consolidó el mutuo aprecio entre el tenor napolitano y Ada y su marido. Esta parte es una de las más atractivas de la relación, pues deja ver muchos aspectos humanos del gran tenor, como su sensibilidad social ante las miserias de la gente que solicitaba ayuda en las estaciones y a la que Caruso siempre socorría.

Del éxito de Caruso en México en aquella temporada de septiembre-octubre de 1919 hay amplias referencias, así como de los triunfos que a su lado alcanzó la soprano yucateca, como Adina en L’elisir d’amore y como Micaëla en Carmen.

El páramo cultural en que quedó convertido el país hizo imposible para Ada Navarrete todo intento de seguir con su carrera: los empresarios se inhibieron, pues no había condiciones para montar espectáculos de buen nivel musical. Así, la familia decidió no volver a Nueva York, y tampoco aceptó contratos para cantar en Covent Garden, pues no estaba dispuesta a vivir separada de su marido y sus seis hijos, además de los riesgos de viajar sola hasta Europa y, sobre todo, situaciones familiares tristes, que la sumieron en una profunda depresión, en particular la muerte de su hija Cristina. Finalmente estas razones la hicieron dejar para siempre el canto.

En la historia no existe el hubiera. Las cosas suceden y los historiadores las explican, o tratan, con el matiz de su interpretación, claro, pero la realidad es una, la que llaman verdad histórica. Sin embargo, la imaginación no deja de proponer los posibles escenarios que tal vez, de haber sido las cosas de otra manera: Ada Navarrete pudo haber sido una gran diva y, sin embargo, varios hechos adversos torcieron la que iba encaminada a ser una gran carrera, que duró muy poco, lo su ciente sin embargo para haber rozado el cielo.

Llegaron hasta El Paso, Texas, para terminar allí la gira, y sin embargo prolongaron la temporada pues se produjo el asombro de los conocedores del lugar, que alargaron el número de funciones original y que, deslumbrados con aquella voz, no
sólo le organizaron homenajes a la soprano, de los que la prensa de la ciudad dio cumplida noticia, sino que hicieron saber al famoso empresario de Boston, Max Rabinoff, que había una cantante fenomenal, y este curioso personaje, al oírla, se ocupó de introducirla en el Metropolitan Opera House, donde se le ofreció un contrato por cinco años, si bien las cosas luego no le fueron fáciles, en parte por las desaveniencias entre Rabinoff y Giulio Gatti-Cassaza, el célebre empresario del Met, y en parte por la sorda lucha contra ella entablada por la diva de entonces, la soprano española María Barrientos.

Los años neoyorkinos de la pareja Carrasco-Navarrete y su familia fueron muy difíciles: Ada cantó en funciones dominicales conciertos y giras de la compañía. Quedan las crónicas de sus grandes triunfos en Baltimore, Detroit, Montreal o Toronto. Sin embargo, sucumbió en la lucha con la Barrientos, apoyada por Gatti, a la sazón su devoto admirador y amante.