A mediados de los ochenta fui a cenar con Roger Roche Ancona a un restaurante de la Zona Rosa, El Ciceros. Tiempo después supe que este restaurante tan sugestivo era propiedad de Estela Moctezuma, la íntima amiga de María Félix al  que era asidua, cuando estaba en México. Ya instalados en una mesa empezamos a oír que de una cercana nos llega una voz muy solemne que decía versos. Uno tras otro se sucedían los poemas, Roger se impacientó y pidió que nos cambiaran de mesa. A la noche siguiente fui en busca de la “dueña de la tinta americana”, Pita Amor, a quien yo conocía por la televisión únicamente. La encontré. Usaba unos lentes de mucho fondo, una flor de tela muy grande sobre el pelo rojizo, muy maquillada y con un  giro de cupido que se hacía en el pelo y caía sobre su frente desgastada por el tiempo. Pronto trabamos amistad y esa noche  se hizo muy larga. Pita prefería las Medias de Seda, pero cambiaba a tequila y coñac con una facilidad que me asombraba. A partir de esa noche  nos empezamos a frecuentar, siempre porque yo la buscaba y ella se dejaba querer.  Tuve la impresión de que no era fácil para los afectos, demasiada centrada en sí misma no acababa de abrirse nunca. Sabía de la tragedia de su vida: su hijito de apenas de unos años se había ahogado en una pileta en casa de su hermana Carito, donde el niño vivía, pues Pita no podía criarlo. Quizás de este triste pasaje le vino la manía de pasarse mucho tiempo en los baños y abrir las llaves del lavamanos, dejando correr el agua. Supe de sus salidas a las cuatro de la mañana a Reforma, cubierta solo por un abrigo de pieles que se abría en frente del tránsito. Supe de su entrada a La Profesa, o a otro templo del centro de México, gritando: “me he hecho un aborto”. Supe de su poesía escrita con formas clásicas y fondos modernos. Supe de sus retos a la Virgen de Guadalupe venerada por ciegos, mientras ella, siendo ciega, era venerada por vivos. Hablamos mucho de Juan de Yepes- San Juan de la Cruz- , de García Lorca-el Titán de la Vega de Granada-, de don Alfonso Reyes que estaba medio enamorado de ella; también de Diego Rivera que la pintó desnuda y de Frida Kahlo. “Yo soy la poeta mística de México, no Sor Juana”, gritaba más que decía, en una pose desafiante. De Octavio Paz sentenciaba: “es un poeta muy inferior a mí”. Supe de su comentario sobre el temblor del 85: “poda de nacos”. Pita era descendiente de una familia aristocrática del porfiriano, los Amor, dueños de la legendaria hacienda San Gabriel, que era una suerte de complejo que incluía un ingenio azucarero. Conversábamos hasta la fatiga, dejando atrás Medias de Sedas, tequilas y carne tártara. A menudo deambulábamos  por la Zona Rosa en la madrugada sin que nadie se metiera con nosotros, era una ciudad mucho más segura.  Llegábamos a la puerta de la que fue su gran casa en la calle de Abraham González. Un día fuimos a comer al Perro Andaluz. Ese tarde Pita estaba más inquieta que de costumbre y de pronto empezó a llevar los platos y los vasos vacíos a la mesa de a un lado. El capitán de meseros me llamó y cortésmente me pidió que abandonáramos el restaurante. No fue fácil sacarla sin que armara un alboroto terrible. Con frecuencia los periplos nocturnos terminaban comiendo hot dogs en la esquina de El Havre con el Paseo de la Reforma. Pita se manchaba de salsa de tomate y mostaza mientras devoraba un hot dog y hablaba de Rosario Castellanos y Emma Godoy. Una noche estaba más violenta que de costumbre y al chofer del taxi le lanzó sus clásicas diatribas: “Naco, indio nariz aplastada, criado de estirpe de criado…”. El pobre hombre se quedó pasmado. Yo me estaba bajando del pequeño automóvil y me pareció grotesca la conducta de Pita. Intervine a favor del hombre y le dije: “yo también soy indio”, la mujer no tardó en revirarme: “peor para ti” y empezó con su letanía de insultos. Tuve un arranque y le dije al chofer que nos fuéramos, así lo hicimos. Poco después el chofer fue por ella. Tras de esa noche dejamos de vernos. La busqué y la vi, seguía llena de vitalidad pero más lenta al caminar. Poco tiempo después supe que ya no salía de su pequeño departamento en Bucearla, apenas podía caminar. Lamenté no verla más, me cautivaba oírla decir sus poemas: “Mi Casa”, “Las Décimas a Dios” y “La Letanía de mis Defectos”. Me deslumbraban las escenas: que una mujer mundana, frívola, grosera, sumamente engreída, pudiera recitar unos poemas tan profundos, tristes, amargos a veces,  cocidos en dolor otras. Mi pasmo también venía de sus versos de corte clásico. La poesía exige cantar y contar. El canto se da con el número de sílabas y los acentos, desairando a la rima. La lira, la silva, el ovillejo, el romance, las redondillas, las décimas y su majestad el soneto, con sus variedades acentuales, tenían un uso, eran apropiadas para tales o cuales ocasiones, algo similar se puede decir de los hexámetros que tanto le interesaron a Homero, los heptámetros y después todos los versos de arte mayor hasta los alejandrinos. Finalmente en el siglo XIX apareció el verso libre, digamos, que tras algunas tentativas que venían incluso de siglos anteriores,  que su precursor fue el gran Walth Whitman, quien se inspiró en los versículos bíblicos. Whitman influyó en los simbolistas franceses como lo hiciera Edgar Allan Poe, y así  Mallarme escribió:

Asistimos ahora a un espectáculo verdaderamente extraordinario, único, en la historia de la poesía: cada poeta puede esconderse en su retiro para tocar con su propia flauta las tonadillas que le gustan; por primera vez, desde siempre, los poetas no cantan atados al atril. Hasta ahora –estará usted de acuerdo- era preciso el acompañamiento de los grandes órganos de la métrica oficial. ¡Pues bien! Los hemos tocado en demasía, y nos hemos cansado de el.

Yo diré que Pita me sobrecogía, me iluminaba con su poesía, también me dejaba absorto, perplejo: el tema a menudo hacía añicos la forma que se balanceaba en la voz de la poeta,  porque  ella era su propio ritmo, su propio canto. Al separarnos , muy entrada la madrugada o cuando salía el sol, estaba atrapado entre las dos PITAS: la majadera e angulosa , la que amaba los anillos y despreciaba a los indios, la que bebía hasta agotarse y decía sus versos más allá de la fatiga ; y la mujer que mostraba un alma cuajada de dolor, desolación, rebeldía  y angustia.

Nuestra sociedad castiga con crueldad a las mujeres transgresoras: las enloquece, las calumnia,  las margina hasta sumirlas en el abandono y la miseria. Así le fue a Nahua Olin, Elena Garro y Pita Amor, entre otras.

Este año se cumplen 100 años del natalicio de Pita y  merece ser recordada. La lucha de las mujeres por su libertad durará lo que dure esta civilización. El fundador de nuestra civilización fue San Pablo y el consagró una idea: como el hombre obedece a Dios la mujer debe obedecer a su marido, como la mano obedece al cerebro la mujer debe obedecer a su marido. Así pues la lucha es un estado continuo en que mujeres cono Pita son una inspiración, por su vida y por su obra.