Se me invitó a impartir un «Taller de Radio» en Espacios 2010.
Sin dificultad sugerí el tema: el lenguaje en la radio. Los organizadores le cambiaron el nombre y lo bautizaron como «Ortografía del oído». Nos hizo gracia.
Me imaginé en el surrealista ejercicio de estar hablando de los acentos, los signos de puntuación, la hache muda y las vocales fuertes. Realmente el título da para más. Ortografía es el conjunto de normas para escribir bien, ésa es la etimología de la palabra.
No se lee con los oídos, al menos hasta ahora. La palabra escrita puede ser hablada y viceversa, existen territorios comunes, pero también diferencias notables.
Una saga del título me permitió hablar de la pulcritud de los locutores de los albores de la radio: Alonso Sordo Noriega, Arturo de Córdova, Humberto G. Tamayo y la famosa frase con la que concluía: «Los reto a que me olviden», Ricardo «El Vate» López Méndez, el bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes, Salvador Novo y otros tantos personajes, poetas y hombres que entendían la importancia del buen uso del principal instrumento de la radio: el lenguaje.
Hablando de las variantes de la lengua y de sus usos afortunados al margen de la orientación del Diccionario de la Real Academia, puse algunos ejemplos: apache es el nombre de una tribu indígena, pero también se usa como bandido en París y por extensión en algunas regiones de América; la voz puede ser adjetivo: «amor apache», amor salvaje o tormentoso. Comenté que en Argentina macho es un pilar que sostiene el techo de una fábrica.
En Cuba papaya tiene un significado diferente al que tiene entre nosotros. Lenguado en algunos países es el ahogo de las reses por tomar agua infectada; lenguazo, es chisme, calumnia; limpia, azotaina o castigo físico, acepción distinta a la de someterse a un rito para exorcizar la mala suerte.
Al encuentro acuden jóvenes de todo México, desde Chihuahua, Nuevo Laredo, Morelia, hasta Mérida, Campeche y Chetumal. Diré que en todos encontré características comunes: una deficiente preparación en español y un interés vivo por superar esta carencia. Pareciera que, si en educación estamos mal, en todo lo peor es el uso del idioma.
Las matemáticas sí necesitan enseñarse y aprenderse; a hablar y a escribir, que cada quien aprenda como pueda o ya se los enseñará la vida, parece ser la divisa. En ella se encuentra una de las causas de nuestro tristísimo «analfabetismo funcional», definición que comprende a todos aquellos que habiendo ido a la escuela se comportan como analfabetas. El uso del hubieron como plural de haber es del dominio público, así como el de gentes, ambos desafortunados.
Todos los jóvenes de todas las generaciones crean su propio lenguaje, pero lentamente lo van abandonando para salir lo mejor librados del «laberinto de la soledad» para comunicarse con los demás.
Pero es obvio que el mundo se ha vuelto una aldea con el internet. Los jóvenes de los cuatro puntos cardinales de México saben el significado de estar sobres, me late, vas, fotoshopazo, twitterazo y un huey, derivado de buey, que se intuye malsonante pero que es la manera fraternal de dirigirse a otro ¿Quieres venir conmigo, huey? Clarines, huey.
Esto del huey con particular alegría las mujeres como los hombres, rasgos de la equidad de género dirán algunos entendidos en estas razones. Desde luego que se tiende a eliminar los clásicos y deliciosos regionalismos de nuestro país. Como resultado de la interpretación de unas frases advertí que los jóvenes de esa generación no se encuentran lejos del romanticismo. Hay en ellos y en ellas cierta nostalgia por el amor galante que se inclina a desaparecer.
Alguna vez leí que José Vasconcelos, el único que ha hecho una reforma educativa en este país, declaró que si le daban una estación de radio acababa con el analfabetismo en México. Quizás el autor del Ulises Criollo contaba con sus seguidores: Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Julio Torri, los miembros de la generación del Ateneo, Daniel Cosío Villegas y todos los que lo siguieron. Porque no bastaría una frecuencia si no hay quien le dé el buen uso que reclama.
Pie de página: Una imagen no vale más que mil palabras si al menos no hay una que hable de ella. La imagen es muda; para decir las maravillas que contiene necesita de la palabra.
Por Gonzalo Navarrete Muñoz