Salón de Belleza está escrita con una prosa minimalista, esencial. Carente de adjetivos, de imágenes, metáforas y pretensiones, la narrativa se desliza con simpleza. Sin embargo logra calar hondo en el lector. En principio pareciera que el lenguaje mínimo deja vivir las impresiones de la historia, no las opaca: lo que se lleva el lector no es un lenguaje encantador sino sentimientos que tocan. Por siglos se pensó que la literatura hacía fascinante hasta lo feo con el influjo de las palabras. El buen literato construía un lenguaje milagroso. Mario desafía con talento esas viejas normas. Pero hay que llegar más lejos: el lenguaje es un medio, no un fin. En la prosa de Mario hay un conjunto de vacíos que el lector llena. Aquí se nota el inmenso talento del narrador, convoca al lector y lo vuelve coautor. No nos dice nombres, ni fechas, ni nos hace descripciones, ni pretende exploraciones del alma, eso se lo deja al lector. Bellatin aporta una nueva técnica narrativa: los vacíos. No se trata de datos escondidos sino de claros que el lector tiene que llenar. Quizás nadie había escrito así en lengua castellana. No estoy seguro que sus alusiones a la pecera logren vasos comunicantes. De lo que estoy seguro es que esas alusiones transmiten la certeza de la fragilidad de la vida, algo que solo los espíritus muy fuertes se atreven hacer. Ignoro si la ecuación literaria de Mario exija que los vacíos se obtengan con un lenguaje simple, mínimo. Lo cierto es que la espera y la esperanza de la muerte, ese reverso de la medalla de la vida, quedan tan claras ante el lector de Salón de Belleza. Abjuro del término eficiencia y más cuando se usa para calificar la narrativa. Prefiero algún sinónimo que explique el prodigio que obtiene Mario Bellatin en Salón de Belleza.
Por Gonzalo Navarrete Muñoz