Se afirma que descendía de afamados conquistadores de las Antillas que en algún momento atracaron en tierras yucatecas, donde llegaron a ser encomenderos. Sin embargo –y afortunadamente- lo encontramos en 1814 en una cuna humilde del diminuto y perdido poblado de Tixcacaltuyú, del entonces Partido de Sotuta, y después lo reconocemos como origen de una estirpe, no aristocrática ni nobiliaria sino eminentemente intelectual: en particular, dos hijos ilustres nacidos en el puerto de Campeche, cabecera del Distrito homónimo, uno de los que integraban aquel vasto Estado, completamente peninsular, de Yucatán. El menor, Santiago, estudió en Mérida y en Veracruz; cofrade de Salvador Díaz Mirón, escritor, periodista, geógrafo y diplomático, muere trágicamente en 1880, a la edad de treinta años, víctima de un duelo a pistola celebrado en el Bosque de Chapultepec contra Irineo Paz, político jalisciense que sería el abuelo de nuestro Premio Nobel de Literatura. El mayor –de igual nombre que el padre- es, por supuesto, el distinguido y poderoso polígrafo laureado como “Maestro de América”, Ministro de Instrucción Pública y fundador, en 1910, de la Universidad Nacional.
¿Quién fue el padre de estos próceres de la cultura nacional y continental? ¿Quién fue ese hombre a quien Yucatán ha honrado con la más noble y bella estatua erigida en nuestra ciudad? Un apresurado curriculum de su ingente labor sería el siguiente. La paternal protección de una familia meridana lo arranca del desolado horizonte de su solar nativo, para cursar sus estudios primarios en Mérida. La benevolencia sacerdotal lo lleva, niño aún, al estado de Tabasco, en un viaje por su interior durante dos años, en compañía del Vicario de aquel Obispado; y, de nuevo en Mérida, lo inscribe en el Seminario Conciliar de San Ildefonso, en donde se le otorgó una Beca de Merced y otra Mayor de Oposición. Estudia Derecho Canónico en la Universidad e inicia la carrera de Jurisprudencia, la cual concluye en el Colegio de San Ildefonso de la ciudad de México, adonde se traslada gracias a una beca eclesiástica. De regreso a Mérida, practica como abogado en tribunales, obtiene el grado de Doctor en Derecho e ingresa al Claustro de la Universidad.
Entre sus cargos públicos, son relevantes los de Consejero Político de los gobiernos de la Provincia, es electo dos veces Diputado al Congreso de la Unión, y se desempeña en la judicatura federal como Juez de Distrito a lo largo de casi veinte años. Asimismo, fue admitido como miembro del Ilustre y Nacional Colegio de Abogados de la ciudad de México.
Entre 1841 y 1848, como integrante de la Asamblea Legislativa, protagonizó graves episodios políticos: fue asesor y firmante en las negociaciones separatistas de Yucatán con respecto al oprobioso régimen central de Santa Anna, así como en los acuerdos de reincorporación al régimen federal. De igual modo, fue responsable de dos muy delicadas comisiones internacionales: lograr la desocupación norteamericana de la Isla del Carmen (en el contexto de la invasión estadounidense a México), así como negociar la ayuda del Ejército de Estados Unidos a un Yucatán inerme y abandonado a sus limitados recursos para sofocar la sublevación indígena-campesina en la llamada Guerra de Castas; ésta, que fue el resultado de tres largos siglos de tenaz opresión, y que no era ajena, sin embargo, al ajedrez político de las divisiones internas entre las camarillas peninsulares ni al apoyo financiero y militar a los sublevados por parte de la Corona Británica a través de Belice, ya obtenía importantes triunfos militares mayas y causaba serios estragos entre los habitantes de pueblos y ciudades: al cabo de tres años, redundaría finalmente en el exterminio de más de un tercio de la población peninsular. Para los mencionados propósitos, Sierra es comisionado a Estados Unidos, donde permanecería durante casi un año.
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En cuanto a su extensa obra escrita, desarrollada simultáneamente al ejercicio de sus referidos cargos y comisiones, podemos acomodarla, por su variedad, en cinco estancos. En el primero estaría lo que hoy se conoce como periodismo cultural, género que Sierra funda en la vida peninsular, a través de cuatro publicaciones semanales, mensuales o bimestrales: el Museo Yucateco, el Registro Yucateco, El Fénix y La Unión Liberal, los cuales son creados y dirigidos por él mismo, con notables plumas colaboradoras, particularmente la suya propia. Se trataba de verdaderas revistas de divulgación científica, artística, historiográfica y literaria. Sierra escribió en ellas artículos de los tópicos más diversos, así como acuciosas biografías, leyendas prehispánicas y coloniales y ensayos históricos de amplio espectro.
El segundo compartimento corresponde a la oportuna y enjundiosa traducción de la obra pionera en el estudio profundo y extenso de la arqueología maya: Incidentes de viaje a Centroamérica, Chiapas y Yucatán e Incidentes de viaje a Yucatán, de Stephens y Catherwood, traducción editada y publicada en la ciudad de Campeche, ciudad en la que Sierra se avecindaba por largos períodos.
El tercer casillero lo ocupa su extenso material de viajes, singularmente el de Impresiones de viaje a los Estados Unidos de América y al Canadá, edición que comprende cuatro volúmenes. Con otro enfoque y otra intención, redactó, paralelamente su Diario de nuestro viaje a los Estados Unidos, que a decir de un historiador, se trata de uno de los documentos humanos y políticos más interesantes para la historia de México que nos ha dejado el siglo XIX.
En el cuarto cajón se encuentran apiladas sus seis novelas, por orden de aparición: El filibustero, Doña Felipa de Sanabria, El secreto del ajusticiado, Un año en el Hospital de San Lázaro, La hija del judío y Los bandos de Valladolid, magna obra conjunta donde Sierra O‘Reilly sienta las bases, no sólo en la Península sino en todo México, de la novela histórica, escuela de la que se le considera el legítimo iniciador en nuestro país.
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La quinta alforja contiene dos verdaderas joyas: Lecciones de derecho marítimo internacional, que le solicitó la Escuela Nacional de Comercio de la ciudad de México; y, destacadamente, su obra jurídica mayor, el Código Civil Mexicano, que le fue encargado en 1859 por el Ministro de Justicia del Presidente Juárez desde la ciudad de Veracruz, sede entonces del poder federal amenazado; dicho Código –fruto colosal de su talento jurídico- rigió inmediatamente en el Estado del mismo nombre y constituyó el modelo absoluto para la redacción de los Códigos de esa materia en todas las entidades federativas. Para salir airoso de tan difícil encomienda, se enclaustró durante seis meses en una celda del Convento de La Mejorada, en Mérida, y cumplió con creces el pedido, entregado puntualmente y distribuido el riquísimo bagaje normativo en tres amplios volúmenes. Enfermo ya desde algunos meses antes de acometer el extenso estudio, el esfuerzo desplegado durante días y noches de trabajo precipitaron su inesperada muerte, ocurrida pocos meses después de coronar esta última gran obra.
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Como se puede ver, la sola lectura de su agitada vida nos agota. Es como si esta obra monumental que Sierra amasó fuera el producto del ingente empeño realizado, al menos, por tres personas sabias, diligentes y longevas. Sin embargo, en realidad se trata de todo lo contrario. De ahí el título de esta rápida semblanza. Un relámpago que edificó, completamente solo, una obra inmensa y original como pocas, y todo esto en el parpadeo de su breve existencia ¡de apenas cuarenta y seis años!
Su vida fue una estrella fugaz que cruzó brillante el firmamento yucateco, iluminando desde antes de mediar el siglo diecinueve hasta la posteridad. En realidad, antes de Sierra O’Reilly la vida peninsular transcurría en la oscuridad. Los siglos coloniales se extendieron lentamente sobre las existencias grises de los habitantes, ocupados mayormente en la ansiada pitanza y la heroica producción, el comercio salvador y la constante pobreza. A pesar de la de por sí tardía introducción de la imprenta –traída de La Habana en 1813-, la luz intelectual, artística y científica era de un imperceptible fulgor, con excepción única de Los Sanjuanistas, el Padre Vicente Velázquez, el Maestro Pablo Moreno y algunos más. Justo Sierra O’Reilly enciende en la península de Yucatán, para que ya no se apagara en lo porvenir, la lámpara radiante del pensamiento y de la creación.
Precisamente por ese ahogo espiritual en el entorno, las tres egregias figuras que precedieron a Sierra en un cuarto de siglo (Quintana Roo, Lorenzo de Zavala y Crescencio Rejón) tuvieron que dejar temprano el terruño y desarrollar toda su obra lejos de nosotros. Como todos ellos, Sierra estudió Leyes, y fue alumno del filósofo racionalista Pablo Moreno. Como los tres, protagoniza una intensa actuación política y desempeña altos servicios públicos. Como Zavala, escribe un libro de viaje a Estados Unidos; y, como Quintana Roo y como Rejón, Sierra produce también obra jurídica trascendental: además de un tratado jurídico internacional, elabora una obra fundacional en el Derecho mexicano. Sierra ha hecho lo que los tres juntos. Pero hasta aquí el parecido con ellos. Porque entonces surge la dimensión cultural en la obra de Sierra, que, a diferencia de ellos, agrega algo nuevo en el activo intelectual de la Península: el rescate, la sistematización y la divulgación clasificada y continua de asuntos geográficos, históricos, artísticos y literarios, así como de leyendas, biografías, crónicas y traducciones. Al mismo tiempo, y también a diferencia de aquellos otros notables varones, construye una ágil obra narrativa, a partir del género francés de la novela de folletín; pero la suya con temas y personajes peninsulares y en ediciones también peninsulares. Todo este majestuoso edificio lo fabrica Sierra en tierra yucateca y sobre andamios yucatecos, independientemente de sus estadías en Veracruz, México, Francia o Estados Unidos, que sus cargos o comisiones le exigían.
Por cierto (y entre paréntesis), a mi modo de ver, exageran, con visión maniquea, aquellos que tildan a Sierra de traidor a Yucatán –y a México- por el ofrecimiento de la soberanía peninsular a cambio de la ayuda militar estadounidense que efectivamente contuviera a los rebeldes campesinos, en la guerra social de Yucatán, plenamente justificada. Sin aprobar tal ofrecimiento –desde luego- hay que tomar en cuenta que la decisión la toma y la firma el gobernador Santiago Méndez, quien influye decisivamente en el ánimo juvenil de su comisionado Sierra; y, sobre todo, hay que considerar dos factores determinantes de este acto, fruto evidente de la desesperación: la negativa del Gobierno Federal Mexicano a enviar en ayuda de Yucatán tropas y armamento, y el verdadero pánico que atravesaba ya el cuerpo y la mente de los habitantes peninsulares ante el avance incontenible de los sublevados. Es decir, la amenaza inminente del exterminio total, así como el acendrado amor por la Península determinaron una de las decisiones más difíciles a que se tuvo que enfrentar ningún otro asesor político yucatanense en el siglo diecinueve.
En cuanto a su adhesión al separatismo peninsular, su posición es congruente con su devoción y celo jurídicos, así como con su convicción federalista, que ambas, presidieron su vida. Además, tal vez fue incluso un visionario. En la hora actual, del ominoso mundo globalizado que nos esclaviza y nos uniforma, sólo nos podrá salvar –en cada país del planeta- la revitalización de la conciencia regional y la resurrección armónica de cada una de las ricas identidades.
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Por sus caros servicios a la Patria mexicana, por su valiosa producción jurídica, histórica y literaria, por su decisiva influencia intelectual y moral en varias generaciones y por su amor incondicional al Yucatán peninsular, es que su memoria ha sido objeto de altos honores en, por lo menos, tres distinguidas ocasiones: en 1861, al decretársele Benemérito del Estado de Veracruz; en 1873, al inscribirse su nombre en la Sala Rectoral del Instituto Campechano; y en 1906, al erigirse su estatua en el Paseo de Montejo de nuestra ciudad. (Por cierto, la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Yucatán debe honrar el genio jurídico de Sierra O’Reilly y disponer la instalación de una estatua suya junto a las de sus pares, los consagrados juristas Rejón y Quintana Roo, que presiden la hermosa plaza central de dicha Facultad.) En aquel acto en el Paseo de Montejo, el Cabildo local invita al hijo homónimo –desde antes ya gloria nacional, educador e historiador, poeta y ensayista de altos vuelos- a develar la estatua de su padre. Justo Sierra Méndez, Ministro de Instrucción Pública, pronuncia al pie del bronce paterno un hermoso discurso, diáfano y conceptuoso a la vez, en el que rememora la existencia fecunda de su padre, de quien queda en la orfandad a los 13 años de edad; invoca los sagrados manes de sus seres queridos y cercanos que antaño le rodeaban; y desgrana una extraordinariamente emotiva evocación de aquel día del deceso, así como del acto reverente y ceremonioso con que se le exalta.
Precisamente en ese día aciago –pero respetuosamente fastuoso en la respuesta solidaria y encendida de pueblo, discípulos, colaboradores y gobernantes- la oración fúnebre recitada por el escritor Fabián Carrillo Suaste junto al cuerpo del Dr. Sierra en el Atrio de la Catedral de Mérida, contiene el siguiente párrafo: ¡Oh, maestro y protector de la juventud! Vendrán, sí, vendrán otros hombre que como tú, favorecidos con eminentes dotes intelectuales para ilustrar a los pueblos en el camino que nos abriste con tu ingenio y perseverancia, ganarán una ínclita fama! Pero por más que los nuevos exploradores avancen y se esfuercen, ¿quién, quién de ellos podrá igualar la gloria del primer navegante y descubridor de las regiones antes desconocidas? Y este otro: Ciudadanos: ¡don Justo Sierra ha muerto aun antes de blanquearse sus cabellos sobre la frente donde resplandeció tan rara y tan ilustrada inteligencia! ¡Dichoso él que, después de una existencia breve pero tan gloriosamente pasada, desciende al seno de la tierra seguido por el dolor y las bendiciones de un pueblo que, al través de sus lágrimas, contempla en el mismo cadáver de ese ataúd el fúnebre testigo de la pérdida de un gran ciudadano; al propio tiempo que el redoble de las campanas y el estampido del cañón, confundiéndose con nuestros sollozos, parecen comunicar al aire mismo el profundo dolor de nuestros corazones! Ciudadanos: llega un día en que los pueblos extienden las manos para estrechar la de sus verdaderos amigos; y también para colocar una corona sobre la tumba de sus bienhechores.
Por último, hay que reconocer –además de todo lo dicho- que en la vida de Sierra O’Reilly, hilvanador de remotas leyendas y tutor de la novela histórica, hay en ella misma muchos ribetes novelescos. Díganlo, si no, su niñez y adolescencia casi mostrencas, sostenidas por el apoyo eclesial y las becas seminaristas, deambulando con Obispos por las llanuras fluviales de Tabasco y Veracruz, o refrescando cuerpo y mente en el aire delgado del altiplano, como las vicisitudes de aquellos muchachos — inmigrantes urbanos durante la Revolución Industrial- que viven en las páginas de Dickens. O su presencia sólida, digna de la de un predestinado personaje de Galdós o Baroja, en los polémicos episodios que protagoniza Sierra durante la intervención norteamericana en la Península y en medio de los riesgos de la soberanía yucateca entre los sobresaltos de la Guerra Social de Yucatán. O el personaje balzaquiano que semeja cuando su entusiasmo, patriótico e intelectual a un tiempo, lo conmina a abordar y concluir –ya en plena enfermedad galopante- la magna empresa del Código Civil para el Presidente Juárez; esfuerzo sobrehumano que le anticipa la muerte y por cuyo opimo fruto, de trascendencia teórico-jurídica y cobertura nacional, no recibirá ni un solo centavo.O el final del último capítulo de su existencia, cuando – en un sórdido ambiente naturalista que parece inventado por Zolá –en su larga y penosa agonía, Sierra sufre impotente la incertidumbre futura y la desnudez económica en las que quedan su esposa y sus críos. (De ahí que un pariente suyo solicitara al Presidente de la República –para este prócer nacional no reivindicado aún- una pensión que, por lo menos, prolongara su modesto sueldo de Juez de Distrito. ¿No es esto trágicamente novelesco?)
Incluso después de su expiración le acompañó este decorado propio de la ficción narrativa: en la apoteosis de sus exequias, el pueblo de Mérida y el gobierno de Yucatán saludaron y despidieron – a todo lo largo del nutrido cortejo y en las ceremonias donde se detenía- al noble hijo que perdían, con intermitentes tañer de campanas y rugir de cañones…
Admitámoslo. Su propia vida, ese generoso relámpago que brilló ardientemente desde su niñez oscura hasta la desesperanza de su muerte, fue su mayor novela.
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