Esquinas de Mérida: la pequeña

Esquinas de Mérida. Por Jorge H. Álvarez Rendón

La llamaban “pequeña” ya desde antes de salir de Asturias, cuando mamá Etelvina le daba las sopas de la tarde y la hacía rezar el rosario de Nuestra Señora de Covadonga, la más milagrosa de toda España, aunque le pese a los de Zaragoza.

“Pequeña” fue, pues, su nombre de batalla entre el turbión de primos. Y a los diecinueve años, al desembarcar en Progreso con tres de sus hermanos y el tío Bienvenido, comprendió enseguida que debía olvidar el apelativo y crecer, crecer mucho si deseaba abrirse paso en tierra extranjera.

Yucatán estaba un poco convulso en aquel año de 1909 por los enfrentamientos entre molinistas y cantonistas, pero Manolo, Vicenta, Cleominio y Marina– la Pequeña – Catanedo no tuvieron dificultad para hallar trabajos decentes para solventar renta de casa y alimentos.

Marina fue aceptada como dependiente en “La Ambrosía” (Calle 60) para vender chocolates y dulces de caldo. No le fue difícil acoplarse al carácter de los yucatecos y ciertamente no faltó galán (un tal Avelino) que pusiera en ella sus deseosas miradas. Invitaciones hubo, que a la retreta de la Plaza, que a las quintas de Itzimná, pero finalmente Manolo y Cleominio no dieron el visto bueno.

Fue hasta 1912, casados ya sus tres hermanos y por medio de su amiga Berta Calero, cuando conoció al que seria su esposo por veintiocho años. Un asturiano delgado y de educados modales, don Ovidio Garcés, que trabajaba como tramitador en oficinas de gobierno, muy apreciado por la honradez de su servicio.

Marina –la Pequeña –Catanedo y el cortés don Ovidio casaron pronto y fundaron hogar en sobria casa sobre la calle 51, cerca de la esquina “La caña brava”. Todo su profundo, religioso amor produjo un solo hijo varón al que se dedicaron en cuerpo y alma.

Primero fue Alvarado, quien odiaba a los españoles sólo por serlo, y después aquel arrogante ojiverde de ideas socialistas. Lo cierto es que, a partir de 1916, los esfuerzos de don Ovidio por sostener su pobre hogar se hicieron cada vez más difíciles. En 1922 no le quedó más remedio que aceptar una propuesta de su amigo Ángel Villegas e irse a la isla de Cuba mientras pasaba la mala racha.

“Pequeña” se quedaría, claro está. No era para las mujeres aventuras como esa, sobre todo con el niño apenas de ocho años. Gracias a la ayuda de su hermana Vicenta, recién divorciada de Modesto Galvez, abrió una tiendecita, de las llamadas misceláneas, en el cruce de las calles 52 con 35. No hubo necesidad de darle al establecimiento algún nombre raro y sonoro. La encargada y la tienda se volvieron un solo ser.

Marina puso al hijo en el colegio de los maristas y vio que Primo Encalada le diese clases de piano. Una tienda que abre a las seis de la mañana y cierra al anochecer tiene que dejar ganancia, aunque fuese para vivir sin apreturas.

A finales de 1926 llegó la noticia por boca de don Angel. ¿Sabía Marina qué era exactamente el mal de pinto?  Ovidio lo había contraído –sin saber cómo – en Cuba. Deseaba volver a su lado, pero ignoraba si lo aceptaría con aquellas manchas que tanto asustaban a la sociedad. Si se enteraban los clientes de la miscelánea…

Fue entonces cuando aquella mujer asturiana demostró que sólo de nombre era “pequeña”. El marido fue recibido con besos y abrazos, se le hizo ver al niño el estado de su señor padre y que no le tuviese miedo, los clientes asiduos de la tienda fueron oportunamente enterados y únicamente los muy escrupulosos –nunca faltan- se marcharon en busca de otro marchante.

Los años se sucedieron y las ventas de “La pequeña” dieron para los gastos de medicinas y escuela. Ya desde 1934 se ofrecían ahí sabroso pan dulce y barras de francés que Apolinar Pat surtía mañana y tarde. Había fondos incluso para discretos placeres, como el viaje que Marina y su hijo dieron a Chetumal (compraron un radio precioso para que el enfermo escuchara sus programas musicales).

Dos disgustos les dio el hijo: primero casó con mujer libanesa  (parece que entonces no se veía muy bien)  y luego se marchó a vivir a Belice en busca de un empleo que compensara sus largos estudios como operador de radio y telegrafista.

El fin llegó para don Ovidio en abril de 1942. Complicaciones pulmonares hicieron más dolorosa su condición y Marina – la Pequeña – Catanedo casi se alegró con el  deceso.  Solita su alma, entretuvo sus pensamientos con los avatares de la tienda, aunque tan sólo por unos cuantos años más.

En 1945, invitada a instalarse en la ciudad de México por su hermana Vicenta, no lo pensó dos veces. Vendió la tienda a un señor progreseño, el “Xpocopán” Peniche, y se convirtió en vecina de la colonia Roma, calle de Tamaulipas.

Alcancé a conocer a la Pequeña cinco años antes de su muerte, cuando mi padre me llevó a la ciudad de México, en junio de 1959, como premio por mis medianas calificaciones. En una mesa muy cuidada nos dio a comer sopa de arroz y unas tortas muy esponjadas de papa con carne. Recuerdo bien una frase incidental de papá:

-Aquella tu tienda de la 35 ya no existe, pero la esquina se sigue llamando igual.

-Bueno, así será hasta que abran otra. Ya verás, ya verás. Nada mas que abran otra.

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