Aventuras de un demiurgo

Nunca me ha gustado la expresión anglosajona “intelectual público”, por redundante. Y mucho menos cuando se exporta a los países de tradición latina donde, al menos desde el J’accuse…!, de Émile Zola, los intelectuales solemos ser, por definición, públicos, pero entiendo que, al no ser este el caso en Estados Unidos, ellos insistan en el adjetivo. Me serviré del pleonasmo para contraponer a un intelectual secreto de nuestro Antiguo Régimen, Emilio Uranga, con uno de los “intelectuales públicos” decisivos durante la transición democrática entre nosotros, Enrique Krauze (Ciudad de México, 1947), quien hace algunas semanas fue víctima de una campaña de infundios y calumnias como supuesto promotor de una “campaña negra” en las redes sociales contra el actual presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador. Se ha pretendido –contra Krauze y no solo contra él– imponer un delito retroactivo de Lesa Majestad que, de ejercerse, volvería culpables a todos los que el año pasado hicieron campaña a favor de otros candidatos o simplemente votamos por un candidato distinto a López Obrador. En esta hora crítica para nuestra democracia, cuando se va imponiendo un nuevo caudillismo en todas las esferas del Estado y la sociedad civil no acaba de reaccionar a la sofocante presión de la nueva mayoría, no está de más aprovechar un par de libros que, muy oportunamente, invocan el fantasma del filósofo Emilio Uranga (Ciudad de México, 1921-1988).

No se necesitaba ningún talento especial para pronosticar, como lo hice en mi Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2011) [2012], el regreso de Uranga del olvido al que lo condenaron su fracaso intelectual, su desprestigio político y su naturaleza de “enemigo ejemplar de la humanidad”. Esa condición electiva lo alejó de sus profesores, amigos y discípulos, lo mismo que de sus adversarios, todos ellos convencidos de que la suya había sido una suprema inteligencia malograda por una vida consagrada a reponer los consabidos clichés de la borrachera romántica, como lo retrató Héctor Aguilar Camín en La guerra de Galio (1991). Si su maestro José Gaos –contra quien cometió parricidio intelectual– lo consideraba su “proyecto de genio”, Octavio Paz –sujeto de sus halagos primero (le dedicó Análisis del ser del mexicano en 1952) y, tras 1968, de su deturpación– le dijo a Luis Ignacio Helguera en 1988 que Uranga “hubiera podido ser el gran crítico de nuestras letras” de no haber carecido de “simpatía” en el sentido original, filosófico, del término. 

Tras leer dos de los últimos libros que dejó Uranga (¿De quién es la filosofía? y Astucias literarias), es indudable que al célebre agonista del grupo Hiperión no le faltó ingenio aforístico e intuición profunda como filósofo de la literatura. Puso, para variar un poco el tópico dedicado a Wilde, su talento en sus libros y su genio en la conversación. Pero un par de títulos recientes dedicados a su figura, los de Jacinto Rodríguez Munguía (La conspiración del 68. Los intelectuales y el poder: así se fraguó la matanza, Debate, 2018) y José Manuel Cuéllar Moreno (La Revolución inconclusaLa filosofía de Emilio Urangaartífice oculto del PRI, Ariel, 2018), van más allá y merecen nuestra atención.

Se sabía que Uranga había sido asesor, al menos, del presidente Adolfo López Mateos desde 1958 y muy cercano a sus sucesores, a quienes había servido, comprometido venal e intelectualmente, no solo escribiéndoles discursos sino publicando, con pseudónimo o sin él, artículos progubernamentales (en solitario o en colaboración con otros escribientes) en la prensa y hasta libelos, uno de ellos, ¡El móndrigo! Bitácora del Consejo Nacional de Huelga, dirigido a difamar el movimiento estudiantil de 1968, cuyo desenlace habría sido presenciado, según Rodríguez Munguía, por el propio energúmeno. La tarde del 2 de octubre, Uranga se habría dirigido a Tlatelolco para ver el crimen del que se creía autor intelectual, lo cual a Cuéllar Moreno le parece una fantasía de Régulo, el chófer del filósofo.

Este par de libros sugiere que Uranga habría sido el demiurgo ideológico que faltaba, digo yo, para completar la leyenda negra del viejo PRI.

Para empezar, ambos volúmenes llevan títulos que llaman a engaño. El de Rodríguez Munguía utiliza un plural que no se justifica, pues el villano casi único del libro es Uranga, y el de Cuéllar Moreno (quien después se arrepintió del título)es pomposo e inexacto. La importancia de Uranga como eminencia gris de la represión no da para tanto –en ello coincide Cuéllar Moreno– y elevar de nuevo las ideologías de la Revolución mexicana al rango de una “filosofía” es claramente una exageración, intelectual y retórica. Tras haber hecho una pesquisa brillante en documentos e impresos, el periodista Rodríguez Munguía exagera a su vez el poderío mediático alcanzado por Uranga.

Al servicio del presidente, Uranga quiso darle contenido a la sibilina declaración de López Mateos en Guaymas en 1960, de que se situaba en la “extrema izquierda, dentro de la Constitución”, para lo cual Cuéllar Moreno recurre al fervor ontológico que la Revolución de 1910 suscitaba entre los llamados “existencialistas mexicanos” y en el Octavio Paz de El laberinto de la soledad(1950 y 1959). Sin embargo, la necesidad de filosofar sobre la Revolución como anagnórisis del Mexicano mismo (la mayúscula es mía) no convierte a un intelectual como Uranga en “artífice” del PRI, una de las pocas aportaciones originales de América Latina, junto al peronismo, a la ciencia política del siglo pasado.

La excavación arqueológica que emprende Cuéllar Moreno del Análisis del ser del mexicano y sus antecedentes –desde aquello de que “el mexicano está nepantla”, es decir, “en el camino de en medio”, como se lo confesó un indio a fray Diego Durán, hasta Alfonso Reyes, pasando por José Moreno Villa– interesará a los estudiosos de la mexicanosofía. El enfoque fenomenológico de Uranga, según Cuéllar Moreno, consistía en sostener que el Mexicano es un “ser-para-el-accidente”, alguien que habita “la contradicción sin un afán de superarla” y que, por ello, el filosofar mexicano estaba condenado al fracaso, conclusión a la que llegó por otro camino –al reintegrarse a la Gracia católica– José Vasconcelos. No fue más lejos Uranga, me temo, que a escenificar atónito la oscilación entre el humanismo y el nacionalismo propia de aquel “folklore trascendental”, como llamó el contrito Gaos a la mexicanosofía de sus discípulos.

Si el Mexicano revolucionario de 1910 es el accidentado por antonomasia, según Uranga (carne de cañón para La Bola, habría pensado Mariano Azuela), cobra interés saber cómo pasó nuestro “proyecto de genio” a la política en su calidad de escritor mercenario, tan pronto regresó de sus fallidas estancias académicas en Tubinga, Colonia y París. Empezaba a cobrar como asesor de López Mateos, cuando la Revolución cubana estalló para demeritar a la mexicana, dejándola en su condición de aburguesada o de plano en interrumpida, nada menos que en los fastos de su cincuentenario. Al marxistizarse, el castrismo convertía, por decir lo menos, en anticuada a la gesta politeísta de todos nuestros caudillos revolucionarios. Promediando el medio siglo, la Revolución mexicana, como toda revolución que se respete, había sido traicionada. Tempranamente, a fines de los años cuarenta, el liberal Daniel Cosío Villegas y el marxista José Revueltas se habían adelantado suplicando por su sepultura.

López Mateos, con la ayuda más bien remota de Uranga, se proponía –en pleno deshielo entre Estados Unidos y la Unión Soviética– resolver la contradicción que daba nombre al partido oficial mexicano y demostrar, con la llamada Declaración de Guaymas, cuánto de revolucionario subsistía en aquella institución autoritaria que estaba reprimiendo la rebeldía sindical de ferrocarrileros y maestros mientras recibía la silbatina cada vez más estridente de la intelectualidad juvenil desilusionada. El filósofo-funcionario creía –junto con su jefe, el Señor Presidente– que nuestra Revolución podía –sin incurrir en el comunismo– acrecentar el bienestar material del pueblo, siempre y cuando el asunto de la democracia, que a nadie importaba (salvo a Cosío Villegas, aún cauteloso), siguiera pospuesto para el siguiente milenio. La Revolución es “nuestra verdadera educación popular”, dirá Uranga con una sinceridad asombrosa, porque es “la democracia a nuestra justa medida”. Por ello “la palabra democracia no les dice nada a muchos” mexicanos.

Con claridad, Cuéllar Moreno, citando a Krauze, lamenta que Uranga no solo fuese antidemocrático sino ajeno (no en balde sartreano de formación) a cualquier tipo de liberalismo político. 

Creyente en “que lo que ha de buscar el intelectual en el político es al instrumento que ponga en práctica sus ideas”, Uranga pasó de difusor de una declaración de banqueta a teórico de algo más plúmbeo, nada menos que la Doctrina de Guaymas, galimatías que recogía retazos de la accidentada y ya periclitada “filosofía de lo mexicano” y los arrojaba al género del boletín de prensa oficialista, incluida la vulgaridad de comparar a la inconclusa Revolución mexicana con la Sinfonía inconclusa de Schubert. 

Qué mal gusto, la melomanía nacional-revolucionaria.

De poca cosa le podía servir el amo al esclavo cuando los ojos de la progresía, empezando por los del general Lázaro Cárdenas, estaban en La Habana y no en la Ciudad de México, cuya vetusta Revolución poco importaba.

 Y mientras Uranga invocaba a Heidegger para apuntalar la anodina superstición de la originalidad de 1910, de la cual se desprendía su carácter eterno (leyenda piadosa contra la que cargará el joven Carlos Monsiváis al hacer la crónica del movimiento estudiantil de 1968), sus jefes eran más eficaces. López Mateos y su sucesor, Díaz Ordaz –quien, se dice, empezó a gobernar el país mucho antes de su destape como candidato dada la mala salud del presidente–, invitaron a Osvaldo Dorticós (la marioneta de Castro que durante años ostentó el cargo de presidente cubano) en junio de 1960, y en enero de 1962 se opusieron a la expulsión de Cuba de la OEA en la reunión de Punta del Este. Con ello México se deslindaba, como lo hizo el canciller Manuel Tello, del marxismo-leninismo y abría, al mismo tiempo, una “ventana de oportunidad” para convertirse en un mediador informal entre Washington y La Habana. A cambio de que atemperaran a los yanquis, los comunistas cubanos se comprometieron con nuestros “dictadores constitucionales” (la expresión es de Paz) a no extender hacia México los focos guerrilleros.

Cuéllar Moreno culmina su libro narrando el pleito de Uranga con “el pesimista” Cosío Villegas, quien desde 1947 había dado por muerta a la Revolución, por inequitativa y antidemocrática. Los detalles del asunto están en La Revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI; lo relevante es la narración del fracaso de Uranga como ideólogo de la Revolución momificada y la acusación sin vaguedades de Cosío Villegas, quien lo consideraba “un escritor mercenario, al servicio de un personaje político bien conocido”, que bien podía ser su jefe directo, Humberto Romero Pérez, el secretario de López Mateos. A Uranga, desacreditado intelectual y moralmente, solo le quedó insultar a Cosío Villegas y prepararse para su venganza, ejercida en 1968 contra el movimiento estudiantil. 

Sacerdote y pitonisa

En este punto cambio de libro y me ocupo de La conspiración del 68. Los intelectuales y el poder: así se fraguó la matanza, de Rodríguez Munguía, quien de inmediato presenta a Uranga como “una mente brillante” decidida a “operar desde la oscuridad y servir al poder político” y un ser mefistofélico que “desarrolló estrategias de propaganda para sembrar en la mente de millones de mexicanos ideas que justificaran y legitimaran los abusos del poder” a través de su columna anónima “Granero político”, en el muy popular diario La Prensa. Tanto Rodríguez Munguía como Cuéllar Moreno le atribuyen esa columna al filósofo libelista, sustentados en los descubrimientos documentales que hizo el segundo al expurgar miles de cajas depositadas en el Archivo General de la Nación y también gracias a Mario Moya Palencia, quien al perder la sucesión presidencial de 1976 quiso vengarse de todo el sistema, preservando la documentación de sus infamias.

Desde “Granero político” y en pleno movimiento, Uranga, quien con cierta honradez se autocalificaba como “marxólogo” y no marxista, descalifica a los estudiantes y a los intelectuales que los apoyaban como “imitadores extralógicos”.

El uso de aquella categoría teórica –que había sido introducida por Paz en El laberinto de la soledad y provenía del sociólogo decimonónico, positivista y psicologizante Gabriel Tarde– era un tanto desatinado, porque en su origen criticaba la calca de las ideas exógenas a situaciones nacionales particulares. En México, según Uranga, se estaría imitando “extralógicamente” el reciente mayo francés cuando vivíamos en la jauja revolucionaria. Todo ello se decía con una prosa –bien describe Rodríguez Munguía– aguda, filosofante y académica excepcional para un diario como La Prensa, con la que el filósofo, desde el anonimato, advertía a quienes guiaban al estudiantado de estarlos llevando hacia un callejón sin salida. El fenomenólogo aludía a que el 2 de octubre habría de producirse fatalmente, lo cual, según mi interpretación de Rodríguez Munguía, convertía al “Granero político” en un oráculo con Echeverría de sacerdote y Uranga de pitonisa. Las profecías de lo que habría de ocurrir manaban de allí para quienes –víctimas y verdugos– supieran interpretarlas. 

Insiste Rodríguez Munguía en demeritar la protesta de Paz, nuestro gran intelectual público en las antípodas de Uranga, ante el 2 de octubre, por haber dejado la embajada en Nueva Delhi con la alternativa administrativa de la “disponibilidad” y no de la renuncia llana. Esa obcecación abona en el malentendido nunca resuelto entre Paz y la izquierda mexicana: en efecto, el poeta se negaba a servir al gobierno de Díaz Ordaz pero ello no implicaba romper con el Estado de la Revolución, en el cual creía y siguió creyendo, grosso modo, hasta muy tarde en su vida. El poeta esperaba (y para él esa ilusión la encarnó fugazmente Echeverría y después, con mayor compromiso, Carlos Salinas de Gortari) que el sistema emprendiese su propia reforma, permitiendo el sufragio efectivo y el ejercicio democrático, como ha venido ocurriendo desde 1989. Si el carácter reformista de la decisión paciana no le gusta a Rodríguez Munguía está en su derecho –buena parte de la izquierda, desde entonces, la malinterpreta como él–, pero no deja de asombrarme la persistencia, a prueba de todo, de ese resentimiento contra Paz. El exembajador, habiendo tomado esa decisión, tenía derecho a una jubilación (que, hasta que se demuestre lo contrario, nunca cobró). 

En la parte final de La conspiración del 68, Jacinto Rodríguez Munguía se pregunta si acaso Uranga no fue “el director espiritual del terror” durante 1968, como lo fue Goebbels en la Alemania nacionalsocialista, y se contesta que no. A su vez, Cuéllar Moreno, en una réplica, se siente obligado a insistir, preguntándose si Uranga pudo haber sido la inspiración de Krauze al emprender “la guerra sucia contra AMLO”, tal como lo comentó un extraviado, y se responde a sí mismo: “No, la respuesta tajante es no. Y cualquiera que esté familiarizado con la vida y obra de Emilio Uranga, soltará una risa muy sonora. Enrique Krauze, en varios de sus textos, menciona a Emilio Uranga, pero siempre de pasada y como un exponente de la filosofía de lo mexicano. Hasta allí el parentesco documentable. Lo demás son especulaciones. ¿Quién puede saber si Uranga es para Enrique Krauze una especie de modelo a seguir? Yo no me hago la pregunta porque me suena absurda.” 

Otra campaña de odio

Desde que su ensayo “Por una democracia sin adjetivos” apareciera en el número de enero de 1984 de Vuelta –y aun antes, cuando en octubre de 1982 rompió el carnaval nacionalista al criticar la desesperada nacionalización de la banca de José López Portillo en “El timón y la tormenta”–, Krauze ha militado –como ensayista político, editor de revistas, historiador popular y empresario cultural especializado en la televisión independiente– por afianzar la democracia liberal en México.

Su presencia más allá del mundo intelectual, gracias a la televisión y la popularidad de sus libros, le ha acarreado sucesivas campañas de odio. El discípulo de Cosío Villegas y de Paz no ha sido, desde luego, el único en ser detestado y en ser querido como intelectual público. 

También podría contrastarse a Uranga con Monsiváis, un buen amigo de Krauze. Tuvieron más coincidencias que diferendos.

Es necesario recordar una y otra vez que los elementales valores democráticos defendidos por Krauze (y antes que él, por Gabriel Zaid), es decir, el derecho al voto libre y su consecuencia, la alternancia democrática, los comparten ahora todos los que, aún a mediados de los años ochenta del siglo pasado, despreciaban la democracia por “formal y burguesa”. Espero que lo presenciado en estos meses no forme parte del eterno guion totalitario (aun cuando quienes lo proclaman en México sean acaso solo populistas): ser los defensores más acérrimos de las libertades civiles mientras son oposición y sus enemigos más resueltos una vez que se hacen del poder político.

El asunto ya fue estudiado, en 1942, por Joseph A. Schumpeter en sus páginas dedicadas a la sociología del intelectual.

Una vez que tomó la forma política primero liberal y luego democrático-liberal (pudo no haber ocurrido así), el capitalismo descubrió, primero incómodo y luego complacido, que una de sus fuentes de legitimidad estaba en la deslealtad de los intelectuales ante un sistema que les garantizaba –con las oscilaciones previsibles entre la represión y el reclutamiento– el ejercicio de sus libertades de opinión, de manifestación y de pensamiento. Utilizando a la democracia, esas libertades se volvían contra ella una vez que los intelectuales, sobre todo los marxistas, se hacían del poder. Antes de 1917, cuando la intelectualidad tomó la dirección de las ineptas (según Lenin) organizaciones obreras, hubo pactos de lealtad entre la “burguesía” y el “proletariado”, que dieron lugar a la presencia sindical y parlamentaria de la socialdemocracia alemana y el laborismo británico. Pero, una vez impuesta la dictadura bolchevique en Rusia, el ejercicio de esa deslealtad –salvo durante la Segunda Guerra, por ejemplo, contra el nazismo– ha sido la norma y no la excepción.

Una de las razones detrás de la última campaña de odio contra Krauze nos compete a muchos: es el antiintelectualismo. A diferencia de los antiguos marxistas-leninistas, de todas las obediencias, que se concebían como intelectuales formados para inocular el virus de la conciencia de clase en la cabeza hueca, según ellos, del proletariado, los populistas profesan el antiintelectualismo en el más amplio sentido de la palabra. Por ello despiden a los cuadros técnicos del gobierno y los reemplazan (como hizo Trump) con militantes; también detestan el pensamiento complejo junto a las tradiciones intelectuales “extralógicas”, como la del liberalismo, que ha sido sustituido en México por un nacionalismo despojado de la laicidad. La octavilla bolchevique, esa hoja parroquial, pasará, si lo permitimos, a sustituir a los catálogos editoriales que eran el orgullo de México. El populismo ni siquiera necesita a verdaderos intelectuales: le basta con agitadores veteranos y niños-siervos.

La lealtad a la democracia, incluso cuando vence un candidato que la pone en riesgo, es, en mi opinión, lo que define a un liberal y Krauze lo ha sido. Sus críticas, como el propio presidente de la república lo ha reconocido, han estado guiadas por la búsqueda de la armonía. Ya veremos el resultado final de la querella mediática sobre quién es el liberal y quién el conservador.

Mientras tanto, la deslealtad con la democracia por parte de los intelectuales de izquierda (aunque les estén vendiendo gato por liebre) no es una explicación suficiente de las campañas de odio contra Krauze, en las cuales también hay (y debe subrayarse) un probado componente antisemita. A todo esto habría que añadir que su condición de empresario repugna a quienes comparten esa “mentalidad anticapitalista” de la que hablaba Friedrich Hayek, la cual se remonta, mediante la execración del dinero, a los antiguos griegos. El intelectual, como dijo Julien Benda, al renunciar a sus obligaciones éticas y volver a su condición original de ascético monje guerrero, deberá despreciar el oro, pero no el silicio ni el martirio. “Aristocracia ocasional”, los intelectuales creemos valer por lo que somos y no por lo que tenemos, de tal forma que quien produce riqueza contraría a la esperanza y a la caridad, contribución cristiana al desdén de lo crematístico, desprecio que nadie comparte –por cierto– una vez que conquista el poder.

Con la empresa Clío, Krauze ha producido cientos de documentales históricos que desde hace veinte años han llegado a centenares de miles de personas. Una parte muy menor de esos documentales fue contratada por el gobierno (al respecto puede consultarse la página de transparencia de cliotv.com) y suelen trasmitirse a través de Televisa. No he leído críticas al fondo de esos programas, algunos de ellos muy notables, como aquel en el que los mexicanos, al cumplirse treinta años del 2 de octubre, pudimos ver por primera vez escenas del movimiento estudiantil en la televisión comercial. Y eso fue gracias a Krauze y a las televisoras, que en todo el mundo venden democracia cuando lo solicita la audiencia. Y mucho antes de Krauze, el propio Cosío Villegas tenía un programa de televisión (y planeaba hacer documentales). Luego de él, Paz tuvo una presencia amplia y creativa en la televisión. Monsiváis (quien a su vez no le hizo el feo a Carlos Slim para abrir su hermoso museo en Isabel la Católica) también se sirvió muy temprano de ella. Pero en el populismo impera la doble moral instantánea: aquello que hace un año era bueno, hoy es malo.

Lo que Krauze hizo contra López Obrador, al final de la campaña de 2018, fue un llamado al voto dividido, que de ejercerse hubiese evitado el avasallamiento por el cual se inclinó más de la mitad del electorado. Ese llamado, junto a El pueblo soy yo (2018) y sus artículos y entrevistas en la prensa nacional y extranjera, fueron actividades públicas y democráticas, muy distintas a las memorias del subsuelo escritas por el pobre Uranga. Krauze y otros actores políticos habrían podido hacer más de no imperar las nefastas modificaciones electorales de 2007 que dieron a los partidos políticos el monopolio de los espacios en radio y televisión, despojando a los ciudadanos (y los empresarios también lo son) de su libertad de expresión y esterilizando el debate político, al grado de que, en la actualidad, son las autoridades electorales, y no los electores, quienes deciden la calidad de la propaganda.

Krauze, mediante el libro y la televisión, ha sido el historiador popular de la transición mexicana hacia la democracia, desde Biografía del poder (1987) hasta La presidencia imperial (1997), pasando por Siglo de caudillos (1994), libros de cabecera para miles y miles de mexicanos, incluyendo sus adversarios, quienes se sirven de él sin pudor ni reconocimiento. Es un historiador popular porque escribe para el “lector común” y no para el autoconsumo de la academia, cuyas toxinas teoréticas le enferman. Letras Libres, la revista heredera de Vuelta que dirige, es una publicación plural como puede comprobar quien recorra, en sus veinte años de existencia, sus índices.

Insisto, si la comparación entre el proceder sigiloso y avieso del anónimo Uranga contra el movimiento estudiantil y la oposición pública y franca de Krauze al populismo en el poder es motivo de risa, como bien dice José Manuel Cuéllar Moreno, sería abusivo comparar la vasta obra del historiador con la exigua cosecha del filósofo, de quien, para concluir, dijera su amigo Ricardo Garibay: “Todos aprendimos de él. A todos nos lastimó, todos llegamos a detestarlo.”

Empero, a mí me parece útil hacer el paralelo entre un personaje de los sótanos de una sociedad casi cerrada –como la gobernada, en sus peores momentos, por el PRI– con la trayectoria, a la luz pública, de un creyente en la sociedad abierta, esa que ahora pareciera estar amenazada.

La filosofía al servicio de la baja política y el uso de símbolos mitológicos para explicar la historia suelen ser nocivos para la libertad civil. Por ello, después de Posdata (1970), Paz renunció a los escenarios míticos para explicar el autoritarismo mexicano, pasando sin escrúpulos a la crítica política, mientras Uranga remató, mediante una metafísica periodística, la no muy valuada filosofía de lo mexicano en su afán de eternizar al despótico PRI. El liberalismo de Krauze –por principio contrario al providencialismo y al ardor mesiánico– ha preferido, contra los símbolos, los hechos, y no los ha confundido con las ideas. Ojalá México no vuelva a necesitar, salvo como curiosidades literarias, de intelectuales secretos como Emilio Uranga y sigamos siendo, porque así nos lo enseñaron Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz, un país de intelectuales públicos. Como lo es Enrique Krauze. ~