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Era un joven matrimonio que no se había sido engrandecido con la fascinación de los hijos. Pero el instinto encuentra su expansión. El, un joven periodista, ella una mujer ilusionada, juntos iniciaron los oficios para consumar el encuentro de un niño sin padres y unos padres sin niño. Fue en el tiempo de adviento, quizás por eso a aquel niño tan ansiado lo llamaron Jesús. Las incidencias, en apariencia indiferente a las intensiones, se abrieron: células rebeldes se apoderaron de un ojo del pequeño Jesús y sin remedio le fue extirpado. Las células insurrectas no se detenían y amenazaban con invadir el otro ojo del niño que podía reír cuando los médicos lo dejaban en paz. El padre, hombre al fin, carecía del valor para atisbar por debajo de la venda blanca que cubría el vacío que la templanza de la madre curaba. El joven reportero y su compañero habían llegado a Perote a estas alturas del relato adolorido, el destino era Jalapa: cubrirían la nota de la exhumación del cadáver incorrupto de un obispo. Al llegar a la generosa Jalapa el relato parecía haberse quedado atrás, aun los enigmas de la noticia parecían ocultarse tras el bullicio místico de la ciudad excitada con las nuevas. Monseñor Rafael Guízar Valencia, quinto obispo de Veracruz, tras doce años de su muerte, fue exhumado y encontrado casi íntegro. El canónigo don Justino de la Mora invita al periodista para ir a la catedral a las once de la noche: “Debe usted de ver esto”, le dice. Llegada la hora, en la sacristía el féretro está rodeado de médicos, notarios, clérigos, periodistas, fotógrafos y algunos curiosos. Se procedió al examen del cuerpo: el rostro reflejaba la celeste beatitud, la nariz y las orejas conservaban la flexibilidad, los labios preservaban una sombra color lila. Los médicos entreabren los párpados de la órbita derecha y la encuentran vacía, sin embargo al asomarse a la izquierda hallan intacto el globo del ojo. El “espíritu seco” del reportero se asoma al territorio sin límites de la esperanza. Entre el venerable prelado que es revisado por los médicos y el niñito que duerme velado por cariño materno existe  una vinculación. Y entre Monseñor Guízar y el reportero nace la intimidad del secreto de confesión. “Mis amigos –piensa el periodista-se reirán de mí …”. Y como Jesucristo en el huerto de los olivos aquel hombre joven pide, como se pide con fe: sudando sangre; y he aquí lo que implora: una vida y un ojo. “Escribiré a Roma, para que lo canonicen. He visto la aureola”, dice y escribe para posteridad. El 7 de junio de 1950 el cadáver de Monseñor Rafael Guízar Valencia es bajado por segunda vez al sepulcro. Y el periodista cumple con su tarea: investiga la vida del hombre desde la muerte le ofrecía la vida. Rafael Guízar Valencia nació Cotija de la Paz, una ciudad primorosa que es el abrazo que Michoacán le da a Jalisco. Rafael fue hijo de un próspero hacendado y comerciante, Prudencio Guízar, y de una rica heredera, Natividad González. La familia fue un reflejo de Cotija de la Paz, de diez hijos  dos fueron sacerdotes  que alcanzaron el obispado y tres fueron monjas teresianas. Recién ordenado sacerdote exhibió el carisma con que el que había nacido: sus sermones sin ser eruditos ni estéticos, parecían llevar una encomienda de Cristo. La biografía, con una prosa bien lograda y una economía narrativa apreciable, nos muestra al hombre de acción que era el voluminoso Rafael Guízar Valencia que, ya siendo sacerdote, administra su herencia y las de sus hermanos clérigos, en beneficio de los pobres. Otro código: don Rafael Guizar Valencia compró siempre grandes cantidades de dulces para los niños, siendo él mismo, por sus dones personales, una suerte de caramelo de Dios. La biografía nos habla de una suspensión y del ministerio encubierto de don Rafael primero en las huestes de Zapata y posteriormente en las de don Venustiano Carranza.  Sufrió el destierro y misionó en Centroamérica y Cuba, dejando a su paso el pálpito de su asombrosa prédica, quizás más conmovedora no por las palabras sino por el avasallador lenguaje de los hechos. Ya como obispo en tiempos de la persecución religiosa Mons, Guízar Valencia fue igual: imbatible, inquebrantable por su caridad, por su inmensa capacidad de amar, por su pobreza francisca, esa que lo llevó a comer un pedazo de pan en una banqueta. Cierto, hay ocasiones en que banqueta y banquete son sinónimos. Jesús , el pequeño hijo del periodista murió, pero la biografía salió a luz con un prólogo de José Vasconcelos. Dice el filósofo: “No vacilo en decirle que su libro es el mejor que ha producido hasta hoy un mexicano”. Sin embargo la capacidad de Dios para dar supera la del hombre para pedir. La esposa del joven periodista, Berta Vadillo Martínez, pudo concebir cinco hijos. Quizás por eso ella y su esposo, Carlos Loret de  Mola, llamaron al mayor de los nuevos niños con el nombre del obispo. Vibraba , hasta el estremecimiento, en el libro de don Carlos una fe y su consecuencia, capacidad profética que hoy se hace realidad: Rafael Guízar Valencia ha subido ha sido llamado santo. Sentencia Vasconcelos: “Que todos aquellos que padecen por los daños que aquejan a los niños, los más injustos de todos, repitan las palabras sublimes con que usted suma su dolor de padre y lo transfigura”.