Tomado de la Revista Nexos | 1 SEPTIEMBRE, 1996

Carlos Tello Díaz ( )

Carlos Tello Díaz. Escritor. Es autor de El exilio: Un relato de familia y La rebelión de Las Cañadas

Paulette-amor

A principios del siglo XX vivían en París algunas de las familias más renombradas de México. Habían dejado su país en el curso del siglo que finalizaba, aunque sin romper con él, pues allí mantenían la fuente de su fortuna. Entre todas esas familias -eran varias- destacaban los Amor y los Yturbe. Pertenecían a la élite de su tiempo, una élite no nada más económica sino también, sin duda, social y cultural. Eran ricos, cultos y muy elegantes. También ociosos y frívolos. Montaban a caballo, iban a fiestas, educaban a sus hijos entre nannies, pasaban los inviernos en Saint-Moritz. En México conservaban todas sus propiedades. Los Amor, por ejemplo, eran dueños de la hacienda de San Gabriel, una de las más grandes del estado de Morelos, donde criaban perros de caza, jacas de polo y caballos de carreras que competían en el Derby. Los Yturbe, a su vez, tenían entre sus propiedades uno de los palacios más bellos de la capital, la Casa de los Azulejos, que después de la Revolución habrían de rentar a Sanborn’s. En el seno de estas dos familias nació en París, el 4 de junio de 1908, una niña que sus padres bautizaron con el nombre de María de los Dolores, pero que llamaron siempre Paulette. 

Paulette Amor pasó su niñez en la capital de Francia. Allí la rodearon muy pronto los amigos de sus padres que salieron de México con el triunfo de la Revolución. Más tarde, al estallar la guerra con Alemania, todos huyeron hacia Biarritz. Los Amor residieron en la pensión Toki-Ona. “Durante esos cuatro años de guerra”, recuerda la más chica de la familia, “mamá vendió sus alhajas y sus muebles para mantenernos”. En 1919, luego del armisticio, tomaron un vapor para viajar a México, entonces dominado por la figura de Carranza. Paulette visitaba muy a menudo la casa de sus primas en la calle de Abraham González -aquella que describiría más tarde Pita Amor en su libro Yo soy mi casa. Los fines de semana, en cambio, los pasaba con sus hermanas en La Llave, la hacienda de Pipo Yturbe. Tomaban el tren de las siete de la mañana en la estación de Balbuena. “A las cinco de la tarde, el tren se detenía, exclusivamente para nosotros, en pleno campo”, escribe Paulette. “La llegada a la hacienda de piedra rosa, cubierta de buganvilias, elevaba al máximo nuestra alegría”. Su libro, al evocar esas imágenes, es el testimonio de un mundo que estaba condenado a desaparecer. 

Paulette cumplió dieciséis años en Europa. Era una muchacha muy bonita, como lo descubrió de pronto, feliz, al contemplar su rostro en el espejo. Así lo narraría después en sus memorias, con la naturalidad de quien constata un hecho. “Me invadió una gran alegría”, dice, “un nuevo mundo se abría ante mí, el de los privilegiados que había admirado en la calle sin pensar que algún día sería uno de ellos”. Estas líneas preceden por unos párrafos la narración de sus amores. Los describe todos con franqueza, sin los pudores -tan exagerados- que suelen caracterizar a los libros de memorias escritos por mujeres. En México conoció, todavía muy joven, a Horacio Casasús (“que era guapísimo”) y luego, en España, a Miguel Primo de Rivera (“que me hacía la corte”). Años después comenzó su relación, más profunda, con Antonio Cortina, quien le confesó su amor en el parque de La Bombilla. Hacia fines de los veintes, en Biarritz, frecuentó también a Billy Fiske y a Gonzalo Gándara. Billy vivía enamorado de Paulette, quien a su vez vivía enamorada de Gonzalo. Ambos estaban destinados a morir muy jóvenes. Gonzalo Gándara sucumbiría a manos de sus compatriotas durante la guerra de España y Billy Fiske, por su lado, fallecería en su avión durante la batalla de Inglaterra.

En 1930, Paulette Amor contrajo matrimonio con el príncipe Jean Poniatowski, descendiente de una de las familias más ilustres de Europa. Sus memorias incluyen un par de capítulos que narran la saga de los Poniatowski, escritos con vivacidad por su hija Elena. El cambio de pluma jamás es señalado, lo cual es un error, pero queda claro durante la lectura del texto. ¿Eran necesarios esos dos capítulos? Yo pienso que sí. Elena desempeñó, para bien del libro, un papel muy activo. Lo tradujo, lo ordenó, lo prologó. Tuvo además la buena idea de incluir las imágenes que aparecen en la edición de Plaza & Janés. Algunas son preciosas, como la foto de las hermanas Paulette, Bichette y Lydia que la cámara fijó con sus miradas de niñas en 1911. Otras tienen el interés de llevar la firma de Edward Weston o de Man Ray. Todas resultan importantes como suplemento del libro. Hay imágenes, las más bellas, que no son traducibles con palabras. Para poder apreciar la elegancia de Jean Poniatowski, por ejemplo, es preciso verlo con su traje de soldado, parado en la calle, su cigarro caído, su rostro tranquilo, escuchando sin prisa lo que le dice George, el barman del Ritz. 

Después de su matrimonio, Paulette comenzó a trabajar para Schiaparelli, una de las casas de moda más famosas de su tiempo, junto con Chanel. Varias de las fotos de su libro, de hecho, la muestran con vestidos diseñados por su amiga Elsa Schiaparelli. Así transcurrió para ella la década de los treinta, menos dichosa que la de los veinte. En el invierno de 1939, al estallar la guerra, ingresó con otras amigas a un cuerpo de ambulancias organizado por la Cruz Roja. Presentó sus exámenes de mecánica, orientación y primeros auxilios. A veces tenía que conducir entre las bombas. Vivió cosas terribles. “Todavía guardo en los ojos las imágenes de aquellos días y entre todas la más fuerte, la de un joven soldado que agonizaba sobre su camilla, rechazaba su cobija y llamaba: ¡Mamá! Permanecí de pie petrificada mientras una de nuestras compañeras, arrodillada a su lado, lo acariciaba y le decía palabras tiernas”. A partir de 1942, luego de dejar el cuerpo de ambulancias, viajó a México con sus dos hijas, Elena y Kitzia. Su marido, en cambio, decidió permanecer en Europa para luchar en la Resistencia. El libro de su mujer incluye la transcripción de su diario de campaña. Fue un combatiente brillante. “Es para todos un bello ejemplo de valor y de modestia”, afirmaría luego Charles de Gaulle. 

En la Ciudad de México, Paulette trabajó para la Sociedad de Arte Moderno. Era muy amiga de José Clemente Orozco, que conoció de joven, así como de Manuel Rodríguez Lozano, a quien le solía llevar un pollo rostizado cuando lo iba a visitar a Lecumberri. Con el paso del tiempo, finalizada la guerra, el capitán Poniatowski se reunió con su familia en México. Por esos años conocieron al padre Paul Lefaubel. Es el tema del Testimonio, sin lugar a dudas el capítulo más inquietante -y el mejor escrito- del libro de Paulette Amor. Su gravedad, a mi juicio, no corrige, sino complementa, la liviandad de sus años felices y mundanos en los salones de París. Con él da fin a Nomeolvides. Es un libro lleno de sucesos. Observados con inteligencia, descritos con sentido del humor, algunos estaban ya presentes en La Flor de Lis, la novela de Elena Poniatowska. Forman parte del patrimonio de su familia. El estilo con el que los evoca deja ver una mujer alegre y desordenada, que no puedo imaginar triste pero que, como lo fue, es también misteriosa, inasible. Al terminar su lectura pensé: ¡Qué vida tan interesante… y tan divertida!

El libro que refiere la vida de Paulette Amor “está lleno de sucesos”. Cada uno de ellos aparece recreado con inteligencia y sentido del humor