Por Jorge H. Álvarez Rendón
Imposible dilucidar con certeza en cual año arribó a Mérida, desde su nativa Zacatecas, la muy trabajadora mujer llamada Nora Regina Armiño Luján. Para 1846, en vísperas de la llamada guerra de castas, apareció por el rumbo de San Cristóbal, donde alquiló casa e instaló una fonda.
A Nora le entusiasmaba guisar y en el fogón de carboncillo hacía delicias, no sólo de su terruño, sino de todos los rincones de la Patria. Mero encebollado, chiles rellenos de picadillo, gallina en salsa de perejil, lentejas a la veracruzana, lomitos de Morelia, buche con leche de cabra….
Por lo bajo, la gente decía que esta mujer fuereña aborrecía a los hombres y algo había de verdad. Alguna dolorosa experiencia en el pasado seguramente sería la causa. Malos retazos de amor, caricias infieles. Lo cierto es que estaba un poco amargada.
A las mujeres que acudían a comprarle comida las trataba con suma amabilidad y cariño, les servia risueñamente espléndidas raciones, pero a los hombres, sobre todos a los jóvenes y bien parecidos, los despreciaba sin ambages, dándoles las espaldas en forma altanera y muy grosera.
Una mañana, secretamente y para espiar la ruta de los fortines, se introdujo en la ciudad el príncipe maya Norberto Chel, señor de Dzitas. Al atardecer, como se sintiera hambriento, entró en la fonda de Nora Regina y se animó a pedir una ración de venado frito con orégano. La zacatecana hizo cual si no lo escuchase y le dio las espaldas con la altivez acostumbrada.
Cada vez más hambriento, el príncipe insistió nueve veces en su petición de comida, pero Nora Regina nunca le respondió y hasta se puso a limpiar las mesas en señal de que el negocio del día había terminado. Se dio el gusto de bailar una de esas rumbas que había aprendido en tierras de Veracruz
Rojo de ira, Norberto cerró los ojos y abandonó el lugar sumamente ofendido. Se asegura que, en las tinieblas de aquella noche, a escasos metros de la odiada fortaleza de San Benito, el príncipe suplicó cabal venganza a las deidades mayas del inframundo.
-¡Acudan, altivos dioses de mis padres. No dejen sin castigar la soberbia de los blancos. No permitan que una mujer sin corazón ultraje la sangre de los príncipes de esta tierra de héroes.
La queja fue escuchada de inmediato. Desde el centro de profundas, húmedas cavernas, ahí donde los malos aires tienen su origen, los espíritus antiguos, mitad murciélagos y mitad pájaros ciegos, salieron en tropel de las hendiduras para concretar el escarmiento.
Esa misma noche, cuando el sereno cantó las diez libre de ánimas y Nora Regina salió a la puerta de su fonda a tirar las sobras del día, un potente y maligno aire la levantó del suelo, la hizo girar violentamente por las alturas y, alzándole los vestidos con premura, depositó en sus íntimas partes una semilla del linaje más nauseabundo y detestable.
Quince meses más tarde, ante la atónita mirada de los médicos del hospital de Nuestra Señora de la Mejorada, quienes no comprendían lo prolongado de aquella gestación, Nora Regina tuvo un parto horrendo y desastroso en resultados. Tras ocho horas de contracciones, sudores, vómitos y diarreas, dio al mundo un varón con un rasgo bestial: el niño tenía la cabeza viendo hacia su espalda, como esas figuras de piedra que adornan las alturas de algunas catedrales.
Deshecha de vergüenza, abandonó el comedero de San Cristóbal por temor a las habladurías y buscó refugio en el entonces apartado rumbo de San Sebastián, alquilando una humilde casa en lo que hoy es el cruce de las calles 71 y 78. En aquel reducido espacio crió a su hijo con suma dificultad, en medio de murmuraciones.
-Mirad, ahí vive la zacatecana, la del niño monstruoso – señalaban los curiosos con un placer teñido de morbo, tan típico de la provincia, rica en ocios.
Quince años pasó Nora Regina llevando a su vástago ante los principales brujos y yerbateros de Yucatán. Incluso visitó la villa de Tihosuco en los años peligrosos de la guerra civil, pero nunca logró ayuda para ponerle al muchacho la cabeza en su sitio. Ni nada le sirvió visitar los santuarios de Izamal y Tetiz. Del cielo tampoco llegó el auxilio.
Afortunadamente, el desfigurado personaje, quien dicen que logró hablar a duras penas, falleció de neumonía antes de cumplir los 18 años, ajeno totalmente a la enormidad de su problema y sin nunca ver cómo era su “tuch”….ni otras cosas que tenía debajo. En voz del pueblo, sin importar la marcha de los años, la casa que habitara Nora Regina siguió llamándose “de la zacatecana”, de donde la propia esquina adoptó el nombre.