Dos dedicatorias y un oficio
Por Marina Azahua

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En el primer capítulo de Matadero cinco o La cruzada de los niños, Kurt Vonnegut confiesa que odiaría tener que decir cuánto le ha costado este “asqueroso librito” en dinero, ansiedad y tiempo. En el mismo espacio parece pedir disculpas a su editor, Seymour “Sam” Lawrence, por entregarle un libro “tan corto y desordenando y balbuceante”, y concluye que no hay nada inteligente que decir sobre una masacre. Sin embargo, ese “librito” resultó ser una de las obras más insólitamente brillantes escritas a partir de la destrucción. La conciencia del escritor en torno a la rareza del texto final, esa confesión, es parte de su fuerza. En ella se centra la conciencia de quien se sabe vulnerable ante lo que ha escrito.

No es común que quien escribe dedique un libro a quien edita, mucho menos que se excuse de manera pública. Vonnegut le quita lo privado al acto confesional y con ello revela el aspecto colectivo, a menudo ignorado, de la creación literaria. Si la escritura ocurre en soledad, la edición es el acto de compañerismo que se opone al aislamiento, un sitio donde es posible gestar amistades –si bien temporales– mientras se trabaja un texto a cuatro manos. Y por trabajo no me refiero a la labor de corrección, sino a un aspecto poco desarrollado en la tradición editorial en nuestro país: la participación activa del editor en el proceso creativo. El momento de la edición es casi siempre la primera lectura compartida de un texto; allí se detonan la vulnerabilidad de quien escribe y la hospitalidad de quien edita.

Es común entender el proceso de edición como una batalla entre dos partes: una que no quiere aceptar ningún cambio y otra que busca imponer sus modificaciones. Ningún proceso de edición es templado, pero no tiene por qué ser una batalla. En el mejor de los escenarios, quien edita practica su oficio como un acto creativo: trabaja los textos –en su forma, estructura y sentido– y no solo publica libros o revistas.

Como lo plantea atinadamente Roberto Calasso, “publicar buenos libros nunca enriqueció terriblemente a nadie”, ni a autores ni a editores, al menos no monetariamente. Pero existe un enriquecimiento intangible que reciben ambas partes: la muy intensa aunque temporal relación que se construye a partir de la reelaboración de un texto. Quien edita es ante todo un resanador, podría decirse. Un buen editor o editora es invisible, pero su labor queda plasmada en la médula del texto.

Toda escritura surge de la oralidad. Es en la conversación y no necesariamente en el monólogo donde se gestan los principios fundamentales de la labor de la escritura. Y fue así, en una conversación –con un editor que es amigo y un amigo que es editor– que llegué a la conclusión de que la amistad y la edición parten del mismo principio: hacerle ver al otro que no se encuentra en el sitio donde cree estar.

Recibir un golpe donde más duele, que le digan a uno la verdad, de manera sincera aunque devastadora, constituye en ocasiones un acto de generosidad. De ahí la importancia de la dedicatoria de J. D. Salinger en su libro Franny y Zooey: “Tan cerca como sea posible al espíritu de Mathew Salinger, de un año de edad, exhortando a un compañero de almuerzo a aceptar una haba de lima fría, yo exhorto a mi editor, mentor y (Dios lo libre) amigo más cercano, William Shawn, genius domus de The New Yorker, amante de lo improbable, protector de lo infecundo, defensor de los extravagantes sin remedio, el más inaceptablemente modesto de los grandes artistas-editores natos, a aceptar este librito de apariencia bastante flacucha.” Su dedicatoria funciona como una ofrenda casi animista en su sencillez: una retribución a la hospitalidad que el otro ha expresado hacia el texto de uno.

¿Qué sería de los escritores sin amigos que los corrijan, y sin editores que tengan la confianza para apuntar que lo escrito es en realidad terrible? La fuerza de un texto a veces se aloja en su vulnerabilidad; la generosidad a veces consiste en que te digan, con palabras sinceras, que estás equivocado. Quien no sabe recibir no sabe dar, y el escritor que niega esta fortuna padece la peor enfermedad del oficio: se encuentra demasiado seguro de lo que hace.