Gonzalo Navarrete Muñoz (*)

Gran Bretaña y Alemania han sido los disidentes de Occidente. Pero a un tiempo en Gran Bretaña se reinventó Occidente. Quizás entre sus grandes aportaciones está el liberalismo que fecundó a la Revolución Francesa y, desde luego, a la misma independencia de Estados Unidos.

La democracia, inventada por los griegos, tomó una dimensión especial en Gran Bretaña. Después de la Revolución gloriosa y tras el restablecimiento de la monarquía se empezó a dar una gran transformación que ha llegado al punto actual: la reina Isabel II representa a su pueblo ante el gobierno.

La reina y su familia presiden cientos de organizaciones civiles y son custodios de las reglas no escritas de la sociedad. Poca gente fuera de Gran Bretaña sabe que la reina Isabel tiene un poder real. Ha trascendido la legendaria reprimenda que le puso al gigantesco Winston Churchuill por haberle ocultado la gravedad de su estado de salud. El rey Eduardo VIII, que luego fue duque de Windsor, era afecto a poner apodos crueles y a Winston le decía “chechón”, porque el bravísimo viejo era afecto a las lágrimas.

El día que la reina lo reprendió, el hombre que libró al mundo de la tiranía nazi lloró como niño.

Hubo otro momento álgido entre la jovencita reina y el viejo y bravo guerrero: cuando la inversión térmica que produjo muchas muertes en Londres. Se sabe que la reina estaba resuelta a pedirle su dimisión al casi octogenario primer ministro. Ni Anthony Eden ni Harold McMillan ni otros primeros ministros fueron ajenos a los cuestionamientos de su majestad británica.

No menos sonoro fue el enfrentamiento que tuvo con el primer ministro laborista Tony Blair.

Así pues, los británicos no solo ven a la monarquía como una misión realizada en nombre de Dios sino como una institución que protege al pueblo, que contiene a los gobiernos dándole liderazgo real a la sociedad civil. Es cierto que la reina ha demostrado un gran talento para realizar sus funciones con discreción. De esta funcionalidad de la monarquía nace el cariño y el respeto de su pueblo, mucho mayor que el que ha tenido a sus grandes políticos.

El hombre nace sin memoria, parte de su vida es eso: la restitución de la memoria para dejar de cometer el error más común de la humanidad: caer en los mismos yerros. Los británicos han cuidado mucho la importancia de la memoria. La gran esencia del hombre es el tiempo: el día que sepamos lo que es el tiempo sabremos lo que somos. Es fascinante cómo los británicos atienden el pasado para cuidar todos los detalles del futuro, absolutamente todos. De esa devoción por el tiempo proviene su mítica puntualidad. Así se lo hicieron ver a Benjamín Franklin, que dijo: el tiempo es dinero. Para un británico uno de los peores pecados es perder el tiempo y hacerlo perder a los demás. Hay una lealtad a las formas consagradas de tiempo atrás, pero los ojos están en el futuro.

Eso se ha visto en la boda del príncipe Enrique y la joven Megan, norteamericana hija de una mujer afroamericana. El Reino Unido es de siglos atrás multirracial. Por eso ha sentado tan bien la boda de ese joven de la realeza con esta guapa mujer que no niega sus raíces. De ahí que esta boda haya sido vista con tanta emoción por los británicos. El novio además es hijo de una mujer emblemática: Lady Diana. Finalmente ha sido un día de felicidad para el imperio: la monarquía es la que se ha casado una vez más con su pueblo.

Cronista de la ciudad.

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