Por Jorge Alvarez Rendón
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Planchar era la única tarea que mi madre se reservó en la casa. Desde la muerte de Donata, que estuvo en la familia Rendón Pasos por seis décadas, no admitió doña Teresita ninguna otra mujer para el servicio.

SI la tía Nene cocinaba como los querubines y lavaba la ropa, mi madre era la señora del burro de planchar y su artefacto. Por las noches, después de sus clases en Bellas Artes, se ponía manos a la obra.

Uno de mis primeros recuerdos, de los cuatro o cinco años, es verla, con su bata de algodón azul claro, ensimismada en una camisa de mi padre. Y es que tomaba esa tarea tan pulcra y cuidadosamente como si se tratara de una mazurca de Chopin o una “canción sin palabras” de Mendelssohn.

Una y otra vez pasaba la plancha sobre las telas, las alisaba con un poquitín de agua, las miraba y remiraba hasta quedar plenamente satisfecha. ¿Qué chino o mucama iba a desplegar el mismo cariño por la ropa familiar, con aquellos mis overoles grises del Conejo de la Suerte en el pecho?

De niño salía a las calles en compañía de tía Nene o de abuela Fina. Con ellas iba a comprar galones y hebillas a casa Peraza, a proveerme de calcetines en Mickey o a las procesiones de la hermandad del Santisimo Sacramento en catedral. Mi madre estaba en casa, junto al piano Bluthner, enseñando a sus jóvenes alumnas los secretos del papel pautado.

Por esa razón, también recuerdo las escasas ocasiones en que ella me llevo consigo de compras. Una vez fuimos a una tienda llamada Paris México, donde adquirio esas medias de seda que eran su adoración. Otra ocasión me llevó a Tip Top para que escogiera el muñeco de mi predilección, y ese mismo día, al pasar por la segunda calle nueva, me compro merengues y suspiros, blancos, deliciosos, que se deshacían en el paladar.

Cuando cumplió 80 años de edad, ya viuda y jubilada, mi madre dejo de salir a la calle con frecuencia. Solo iba a misa de siete de la mañana a catedral, con el padre Flores, y regresaba a desayunar. Ahora bien, en los días cercanos a la ultima navidad que vivió en la tierra, en 1999, salió a la calle como a las 10 de la mañana. Fue a buscar un tónico que usaba contra las canas dejándole el pelo de un color de espiga. Ahora bien, ese día, debió pasar por la segunda calle nueva.

-Mira lo que te compré – me dijo al medio día, cuando regresé de mis clases en la Universidad.

En una bolsita había tres merengues y dos suspiros, dulces, sabrosos, de los que se deshacen en la boca.

Ayer pasé por la segunda calle nueva. Ya no venden ni merengues ni suspiros.