Por: Patricio Navarrete Castilla(*)
En algún lugar del tiempo de cuyo nombre no quiero acordarme nació una generación. Crecieron con internet, con la tecnología, viendo MTV y el Barcelona de Ronaldinho.
La clase media alta podría acudir a escuelas privadas, tenía SKY, Iusacell y otros lujos. Vivió en el libre comercio, se iba a conciertos, viajes o incluso a estudiar al extranjero sin poseer mayores caudales.
No había mayores preocupaciones que las obligaciones académicas y el desarrollo deportivo.
Pocos tenían conciencia política, atrapados por la idea de la felicidad que se entendía como el placer sensual. Recuerdo el grito de mi padre cuando Vicente Fox ganó la elección. Me parecieron gritos extravagantes de un hombre que provenía de la antigüedad más remota.
Nadie nos enseñó a manejar una computadora como no se nos enseñó a respirar; no tuvimos que conocer las bibliotecas para obtener información ni ir a las conferencias para oír a los “que saben mucho”, ya que internet nos lo decía todo. ¿Quién quería leer “El Quijote” o “La Ilíada” si podíamos acceder a Wikipedia?
Llegaron las apps con su simpleza, pero con una talla infinita. Se crearon nuevas profesiones, un nuevo gusto y forma de apreciar el arte y los derechos humanos que se han querido ejercer hasta ante Dios.
Hubo ciertos señalamientos que parecían absurdos, en mi caso fueron frases como: “yo a tu edad ya era contralor de una de las salineras más grandes del mundo” o “mientras fui a la universidad las únicas malas noche que pasé las pasé estudiando”.
Pero los feligreses de Google, los fanáticos del Real de Madrid,
de CR7 y el Barcelona de Messi un día amanecieron con la amenaza de la vida por el Covid-19 que nos Katatonic.
La vida omnipotente se volvió frágil. Empezamos a andar como en los “westerns” del Lejano Oeste: enmascarados”. Leí “Pedro Páramo” y una frase se me grabó: todos estamos muertos y no nos damos cuenta. Eso parecía.
Los milenios hemos aprendido lo que vale un apretón de manos, los abrazos y los besos a los seres queridos, el caminar libremente por una calle y el gozo de ir los sábados a desayunar con mis amigos al famosos “tío”.
Ni internet, ni la ciencia, ni las proezas pueden nada frente a la muerte, ante la debilidad de la vida. Aprendimos lo que dijo Epicuro de Samos: una felicidad que luego te hace sentir mal es una maldición. Ya sabemos que pararse en una esquina es un lujo. Y que la vida es esperanza y solo se puede vivir con humildad. Esa va ser la generación Covid-19.
*Licenciado en Contabilidad y Finanzas.
Tomado del Diario de Yucatán.