Esquinas de Mérida. Por Jorge H. Álvarez Rendón.

Altos y morenos, oriundos de Palmas de Gran Canarias, los hermanos Silvestre y Alfonso Arévalo Vargas arribaron a Yucatán por el puerto de Sisal a mediados de 1872 tras residir unos meses en la isla de Cuba. Ninguno de los dos llegaba a los treinta años. Venían rebosantes de esperanza, queriendo conquistar el mundo.

En Tenerife habían trabajado como camelleros desde los catorce años. Sobre las pacientes y resistentes bestias paseaban a los visitantes por aquellos parajes fantasmales y de negruzca, atormentada aridez que tantos relatos han inspirado a los poetas y cuentistas. Eran incansables y muy entregados a su agotadora faena. Parecian hechos de hierro.

Tras la gran hambruna de 1870, consecuencia de las guerras europeas y el derrumbe del trabajo agrícola, los inseparables hermanos decidieron emigrar a la lejana América, pero adoptaron una resolución poco común que asombró a familiares y amigos: llevarían consigo a sus camellos, a los cuales habían nombrado “Esfinge” y “Minutero”.

Ya lo explica Pierre Lotti en su hermoso libro sobre la vida en Marruecos. Entre hombre y camello, en la soledad infinita del desierto, surge una curiosa sensación de mutua dependencia. La confianza crece y crece en ese vaivén hipnótico del trayecto sobre las arenosas dunas sin cambio, en monótona homogeneidad. El viajero no puede evitar sentirse hermanado con el animal en la concisa línea de la aventura.

Con ambos camellos, pues, llegaron a la isla de Cuba, dispuestos a ofrecer sus brazos para la corta de caña o la recolección del oloroso café, pero fueron sus animales quienes atrajeron la atención general hasta el punto que no faltaron ricos excéntricos con intenciones de comprarlos para adornar los jardines de sus fincas con aquellas extrañas figuras.

¿Cómo deshacerse de ellos?   Eran el símbolo de su lejano hogar. Su nexo con el pasado reciente. Silvestre y Alfonso pasaron malos momentos. No hallaron ningún trabajo en Santiago o Matanzas. Hasta llegaron a pensar que la idea de emigrar había sido una equivocación. Sólo conseguían empleos esporádicos y mal pagados en muelles y cantinuchas. ¿Qué hacer?

Fue entonces que conocieron, en un cafetín del centro habanero, a don Cayetano Muñoz y Sandoval, amigo y agente de varios hacendados yucatecos, quien, al verlos tan fuertes y empeñosos, les ofreció trabajo en la hacienda X, propiedad de don Ricardo Molina, honrado caballero que tenia la obsesión de contratar chinos, coreanos y peones de cualquier parte del mundo.

Era costumbre muy antigua que los hacendados hospedaran en sus casonas de Mérida a sus criados enfermos o en tránsito, para lo cual tenían dispuestos unos grandes cuartos junto a las cocinas y los aljibes. Al llegar de Cuba, Silvestre y Alfonso se hospedaron, pues, en una casa de don.Ricardo, y a la puerta del inmueble – calle 66 con 49 –dejaron atados a “Esfinge” y “Minutero” con suficiente pienso y agua.

Como la estadía de los canarios en Mérida se prolongó dos semanas, la fama del arribo de tan exóticos animales recorrió la ciudad, y los vecinos, en tropel familiar, venían a observar el par de bestias tanto en la mañana como en la tarde. Dicen que las revistas de la época dieron cuenta del suceso, se escribieron breves sátiras de contenido político e incluso los niños en las escuelas dibujaban las jorobas en sus libretas francesas.

-¿Ya viste a los dos camellos? – era la pregunta obligada entre amigos y conocidos. Fue un ejemplo visible de lo que se llama “comidilla del día” y hace bullir de emoción a las apartadas ciudades de provincia.

Los hermanos canarios se marcharon a la hacienda a prestar sus servicios como mayordomos y se llevaron los camellos, los cuales, no obstante, quedaron como referencia para aquella esquina. “¿Sabes dónde vive don Miguel?”  “Ahí por los dos camellos…”

Se afirma que uno de los animales falleció en breve por la picadura de una cascabel, pero el restante sobrevivió mucho tiempo, al punto que un viajero gascón de paso por Yucatán lo vio en la hacienda, amarrado cerca de un pozo, en 1891. Sin que los tocara la fiebre amarilla, los canarios laboraron alrededor de cinco años. Silvestre casó con mujer yucateca (Elsa Trejo) y se marchó a trabajar a las plantaciones de Tabasco. No hay noticias sobre el paradero de Alfonso, quien posiblemente regresó a Canarias.