Esquinas de Mérida: por Jorge H. Álvarez Rendón

De ninguna manera era usual que entre los aspirantes a laborar en las haciendas henequeneras hubiese gentes de color, pero Artemio “Monito” Pantoja vino desde la rumbosa Cuba, donde había tenido problemas con la justicia, a principios de 1889. Su destino: una de las fincas de don Teófilo Peniche, pacifico y emprendedor caballero.

Aunque fuerte y resistente al sol, el hombre negro, con matices de cañaveral y jungla, no embonó finalmente con el mundo del henequén. A veces, se asfixiaba con el polvo del bagazo y, además, notaba el repudio de sus compañeros mayas, inhabituados a tratar gente de su traza y costumbres. Sencillamente no logró establecer nexos ni de amistad ni se simpatía.

Una tarde liquidó su deuda en la raya y se presentó en la ciudad de Mérida, entones coto del más depurado porfirismo. Pronto halló trabajo entre los cargadores que se enfilaban en la ruidosa plazoleta del Venado, junto a los portales de la Pescadería, y gracias al “Kantzaac” Segura que lo recomendó a los comerciantes de granos y maderas tuvo poco a poco buenas faenas.

 -Hay que llevar enseguida estas láminas de zinc a la farmacia Troncoso. Llama al negro… -Dile al negro que vaya a ferrocarriles a buscar cuatro cajas. Que pregunte por Antonio Cirerol. –Esos tablones deben estar en dos horas en la quinta Palomeque, manda al Monito…

En las casas de citas que estaban por el rumbo de la Cruz de Gálvez acudía Artemio una vez al mes para el regocijo corpóreo, pero en lo más íntimo de su naturaleza sabía que la felicidad solo vendría con un hogar en forma, con esposa e hijos. Ya había alquilado una casa por la 42, no lejos del crucero de  Chimay, tenía algunos muebles, una estufa de petróleo…Sólo faltaba la novia. ¿Cuándo llegaria?

A principios de 1904 se presentó en Mérida una compañía de zarzuelas jefaturada por el tenor Renato Urmeneta y entre la cauda de ayudantes y asistentes pasaba lista Elda Nubios, mujer de color, posiblemente dominicana, encargada del vestuario, los plumajes y demás enseres.

Una noche de función llegó el Mono Pantoja a traer unos baúles con vestuario y el encuentro con Eldita fue rotundo. Entre ambos nació el amor indiscutible y avasallante. Baste decir que cuando la compañía trasladó sus arias a Campeche ya la asistente lavaba y planchaba en casa de su galán.

Durante un año creyó Pantoja haber llegado al colmo de la dicha, pero cuando intentó formalizar la relación en el Registro Civil, la dominicana dio señas de veleidosidad. No quería casorio ni hijos porque a ella le gustaba ser como la verdolaga, de raíces leves. Nada de papelitos ni promesas de amor vitalicio. ¿No le bastaba con tenerla ahí en sus brazos? Cada mañana se escribía el destino. No hay que ponerle condiciones al cariño.

El  negro, que adoraba a su compañera, debió resignarse a la situación, aunque vivía con la sospecha de que aquella mujer pudiera levantar el vuelo. Tres años se mantuvo aun la vida marital, pero, en junio de 1908, sucedió lo tan temido. Una noche que Pantoja regresó a la casa de la 42 encontró una mal escrita carta en la que Elda  daba escueta razón del abandono.

Seguramente la Nubios se había hastiado de la extrema serenidad de provincia. Acostumbrada a ir de un lado a otro, de ciudad en ciudad, cambiando siempre de atmósfera y cuidados, ya no pudo soportar por mas tiempo la sedentaria existencia de una ama de casa. La segunda – y última – carta de la dominicana llegó con matasellos de Tampico.

Aquel abandono fue un golpe brutal para el Mono, de ahí que se entregara abiertamente a la bebida. En poco tiempo fue perdiendo a sus clientes de la Calle Ancha del Bazar. Retrasaba pedidos, rompía productos, equivocaba las direcciones. El acabose fue la mañana en que “le robaron” cuatro cajas que iban consignadas a la fábrica de ladrillos de Fermín Ibarra.

Por ansia del maldito anís, Pantoja vendió hasta la carretilla que era su instrumento de trabajo. Cincuenta pesos que se le fueron en una semana. A los seis años de la partida de la Elda, su triste amador ya era una piltrafa, sin hogar y sin oficio. Del tingo al tango ejerció múltiples trabajos. Lavó platos en la sorbetería “El Colón”, barrió el taller de sastre de don Aurelio Zúñiga, fue afanador de cuartos y baños en el Hotel Francia.

Para 1915, Pantoja mal dormía sobre trapos en los arcos de la Pescadería y después se sentaba en el cruce de las calles 56 y 63 frente a una mesita de cedro que, como buen cristiano, le regaló Javier Toledo y en la cual colocaba frutas y hortalizas que iba a buscar, cada mañana, con los chinos del Chembech.

Largos años permaneció el negro en aquel punto de la geografía citadina y llegó a tener muchos clientes fijos. La esquina misma se asoció a su presencia, aunque, años más tarde, se le llamó también “La exposición” por la tienda de los hermanos Álvarez que ahí se mantuvo por décadas vendiendo finas telas y espléndidas prendas de vestir.