esquinas-de-merida

Por: Jorge H. Álvarez Rendón

-¿Recuerdas lo que me dijiste cuando vi que te inscribieras en Bellas Artes?

-Lo primero que se me ocurrió: aquí te espero.

-Para mi fue en serio. Moví cielo y tierra, convencí a mi tía Chata, pero ahí mismo me inscribí.

-Si no me hubieras seguido, a lo mejor no nos veíamos más. ¿Te imaginas?  Quien sabe con quienes estaríamos casados hoy en día.

-Por eso me gustó la frasecita: Aquí te espero.

En 1912, cuando finalizó su educación primaria en la Nicolás Bravo, Rosendo Santamaría tenía 13 años de edad recién cumplidos y su futura esposa, Elena Baqueiro, apenas doce, pero estaban ciertos que más adelante, cuando la vida así lo permitiera, serian una pareja estable y feliz.

Se inscribieron ambos en el Conservatorio bajo la dirección de don Benjamín Aznar y estudiaron solfeo y guitarra por cinco años que les parecieron eternos. Fue hasta entonces que, armado de valor, Rosendo pidió la mano de su chiquilla y le fue milagrosamente concedida.

El joven recién casado había estudiado contabilidad en la escuelita de don Aristeo Bermejo, así que halló empleo con don Alberto Marrufo en la Calle Ancha del Bazar, pero pronto advirtió que no gustaba de jefes y horarios, de modo que, con ayuda de un tío paterno, instaló una tiendecita en un predio situado en el cruce de las calles 81 y 72.

El nombre del negocio provocó sonrisas de los vecinos, sobre todo los muy jóvenes, quienes vieron el sitio como punto ideal para citas futuras o imaginarias. Rosendo y Elena, por su parte, trabajaron como negros para levantar clientela. Abrían temprano, apenas si descansaban al medio día, cerraban ya de noche. Era trabajo agotador, pero espiritualmente placentero.

En 1921 les nació el primer hijo – Fidel Arturo – y dos años después les llegó una niña, a quien pusieron de nombre Gertrudis, igual que la abuela materna. Rosendo y su esposa lucían dichosos. Como dice un poeta “cuando el amor es perfecto, se convierte en espectáculo”.

Así pues, la gente los observaba con simpatía y ellos mismos, considerándose en el colmo de la dicha, la externaron abiertamente y sin tapujos. Se olvidaron, como aconsejan los pensadores chinos, que nunca debemos regocijarnos en medio de la felicidad porque los dioses están a la escucha y no sabemos cuando les brota el clavo de la envidia.

En marzo de 1932 sufrió Elena un extraño flujo de sangre y poco después se le diagnosticó la diabetes más enconada. Pese a los cuidados, una infección en el pie derecho derivó en gangrena y hubo que mutilar. Golpeados en sus esperanzas, pero aún con vigor, los esposos reanudaron el trabajo en común, aunque Elena debió reducirse a la caja, sin poder atender a los clientes con la agilidad de antes.

La desdicha visitó nuevamente este hogar en el año de 1935. A los 12 años de edad, estudiando apenas el quinto grado de primaria en la “Soledad Monforte”, la risueña Gertrudis falleció de meningitis en un oscuro pabellón del hospital O’Horán. El golpe devastó a Elena, quien comenzó a sufrir pasmos de glucosa cada vez más frecuentes.

Finalmente, una infección urinaria condujo a Elena a la muerte. ¿Pueden imaginar el ánimo de su amante esposo? La feliz existencia que creyó sólida y duradera se había reducido a dieciocho años y unos cuantos meses. Por un tiempo clausuró la tienda y envió a Fidel con sus padres para consagrarse a rumiar dolores con auxilio de bebidas embriagantes.

Dos años se mantuvo en aquel desierto de párpados entornados y abdicación de toda voluntad, henchido de sangre rencorosa. La recuperación –para algunos, un portento- comenzó una tarde en que Rosendo, sentado en la puerta de su tienda clausurada, vio pasar a una pareja de jovencitos tomados de la mano. ¡Eran tan parecidos a Elena y él mismo, en otros tiempos!  ¡Se les notaba tan ansiosos y esperanzados!

Con los últimos latidos del sol, las nubes adoptaban tonos rosáceos y naranja en la suntuosa lejanía. De pronto, entre un par de cúmulos, el doliente Rosendo fijó la atención en un nidal de luz y le pareció escuchar una sola, significativa frase…”Aquí te espero”.

Quince días más tarde, abrió nuevamente la tienda, llamó a faena a su ayudante Santiago “Chuleb” Medina y pidió a sus padres que le regresaran a Fidel Arturo, ya de 17 años de edad. De ahí en adelante- hasta su muerte en 1952– Rosendo vivió cada día con la dulce certidumbre de un reencuentro, tranquilamente, sumiso ante el destino, sin sobresalto alguno.