A principios del siglo XX se desmontaron miles y miles de hectáreas alrededor de la ciudad, el objetivo: sembrar henequén. Algo se hizo, pero ocurrieron dos cosas: nuestra participación en el mercado de las fibras duras cada día fue menor y la ciudad creció.  Las ciudades no nacieron en armonía con la naturaleza, más bien lo contrario: la depredan. Las ciudades son laboratorios donde el hombre destruye la tierra. La laja hizo lo suyo y finalmente el clima se elevó. Todavía en los años veintes los hombres usaban trajes de tres piezas y podían dormir abrigados. El mundo mismo se calentó y se sigue calentando. En el pasado la temperatura no llegaba tan alta y no duraba así tantas horas. Lo impresionante es que ningún gobierno del Estado o de la ciudad ha hecho un trabajo para revertir esta situación. Nada se ha intentado para reforestar en términos modernos la ciudad y mitigar la “estación violenta” como diría Octavio Paz. Este es uno de los temas pendientes de la administración pública, su urgencia es poco controvertible, entre otras cosas porque  impactaría en todos los ámbitos de la vida cotidiana.