Con la Independencia el carnaval meridano empezó evolucionar notablemente. En las primeras décadas del México independiente prevalecieron los bailes que se preparaban en escoletas familiares: danzas y cuadrillas. Posteriormente el clero secular coadyuvaba en la celebración de los festejos en los suburbios de la ciudad, en todos ellos se hacían luminarias y se adornaban con farolitos de colores y teas encendidas los atrios de las iglesias. En el año de 1840 el propietario del teatro de San Carlos (hoy Peón Contreras) don Pedro Casares Armas llevó a cabo en el teatro cuatro bailes de carnaval, apareciendo en un periódico de la época el siguiente aviso: “Las damas y caballeros podrán adquirir disfraces en la guardarropía (sic) del teatro, ya sea en alquiler ya en venta”.
Don Gonzalo Cámara Zavala nos dice que el teatro San Carlos era, a mediados del siglo XIX, el centro de reunión de la sociedad meridana. De eso tenemos noticias gracias a los primeros periódicos que aparecieron con la imprenta que llegó a Yucatán y con los aires de libertad. Don Manuel Barbachano y Tarrazo nos deja consigna de aquellos carnavales:
“Durante el carnaval Mérida es un teatro de animación, de movimiento, de bulla, de confusión, una verdadera Torre de Babel. Las calles están sin cesar llenas de oleadas de gente con disfraces y máscaras, o con el rostro pintado a su capricho; unos van con músicas arregladas, otros con trajes de guerra o campanas, pitos o cornetas o cualquier otra cosa que se proponen ir sonando. Estos cantan y bailan, aquellos comen, beben o gritan, y todos van tirando agua natural o perfumada en cascarones de huevo o en leques o por medio de jeringas, a cuantos encuentran en el camino o en las ventanas, en los balcones o en las puertas, y pintando la cara con los que cogen más a mano al pasar, o en las casas que se introducen, sin reparar en su rango social, su sexo, su edad, y otras circunstancias, y sin averiguar de ellas antes, si están haciendo o quieren hacer papel en las diversiones y bullas de estos días, porque es preciso hacerlo de grado o por fuerza, o tolerar al menos que se diviertan con uno, es decir, que le pinten, le mojen, le ensucien o le tiren huevos aunque corra el riesgo de perder un ojo, de adquirir una postema o de llenarse de más cardenales que los que tiene el Papa en Roma”.
Otro cronista distinguido, don Vicente Calero escribió en 1846:
“Se acabaron las máscaras y los disfraces, y no hay que preguntar el motivo: nadie quiere que al pasar por las calles se le vaya echando desde las azoteas agua, que no solo mancha los vestidos, sino que puede causar graves enfermedades, razón por que debiere prohibirse severamente este brusco ataque dado a la salud pública.»¿Cuál ha sido el carnaval de los últimos años? Ha sido un positivo retroceso de los anteriores. Las señoras se han guardado en sus casas, los carruajes se han parado, y los que en ellos salen van con la convicción de que volverán a sus casas, a pesar de un cielo tan sereno, tan mojados como después de una tormenta”.
Es curioso pero siglos después muchos se lamentaron de lo mismo: los excesos que devenían en lanzar huevos y globos de agua a los participantes. Los carnavales de mediados del siglo XIX duraban tres días, posteriormente se ampliaron a cinco hasta llegar a los seis que incluyen el día del entierro de Juan Carnaval. Sin embargo en esa época antes de los días propios del carnaval la gente solía usar disfraces; cuando los paseos comenzaron se improvisaban ciertas carreras de carruajes que significaban un peligro hasta que el Ayuntamiento las prohibió en el año de 1850. El mismo Ayuntamiento prohibió lanzar huevos, agua y otro tipo de proyectil, con pena de una multa y arresto hasta por diez días.