Dos jóvenes, tras casi 14 años de novios, decidieron casarse. Triple peculiaridad: durar tanto y quererse casar. Se descree del amor perdurable y se asume el cambio para la felicidad, como una suerte de revitalizar la vida. Se obtiene lo contrario: amores desechables hacen vidas desechables. Y el matrimonio parece caer en una forma de desuso. Finalmente pretender celebrar las nupcias en medio de esta pandemia que asola al mundo entero. Cierto, la muerte estimula el amor. Así ha sido a lo largo de la historia de la humanidad. Fueron con sus familias al Registro Civil con cubrebocas y careta. De esta ceremonia dio cuenta El Diario por su originalidad. Establecida la fecha para la boda religiosa se dispuso un banquete para celebrarla, respetando los ordenamientos dictados para los tiempos. Todo ajustado al algebra de la vida: sana distancia y un número exacto para evitar dolores ulteriores. Se suspendieron el banquete, poca cosa para los que se quieren. Emocionada, la pareja era indiferente a todas las reservas. Hubieran bailado un vals de recién casados en medio de la calle, ajenos al mundo que los rodeara. El padre Jorge Carlos Menéndez Moguel, amigo de las familias, con su oratoria prodigiosa orientó la mirada sobre ese matrimonio de jóvenes que se viven el uno al otro. El Papa envió una bendición a la nueva familia. Nunca más justificada la bendición, representan todo lo que predica la Iglesia. Como dice García Márquez: el matrimonio no es asunto de felicidad sino de estabilidad y para que esto suceda tiene que hacerse lo que dice el Papa, se podrán tirar los platos pero hay que pedir perdón después. Al final la pregunta será la misma: “¿Cómo se puede ser feliz entre tanto pleito , tanta pelotera y tanta vaina?”. Ella se llama María Fernanda y el Gonzalo.