A fines del siglo XIX Don Rufino José Cuervo y Don Joaquín García Icazbalceta hicieron algunos comentarios en relación a la interjección caray.
Dice Don Rufino: “Voz de infame parentela, que ojalá no se usara en ninguna parte”. Y el muy ilustre Don Joaquín precisa: “No sólo en México y Bogotá anda la palabrita, sino que parece haber invadido media América…Venga de donde viniere, nunca deben usarla personas bien educadas. ¿A qué conducen tales interjecciones, habiendo tantas muy inocentes? Ni aún estas conviene prodigarlas”.
Estos crudos juicios tienen una razón de ser que remite a un pasaje contemporáneo. Hace unos martes algunos amables televidentes se comunicaron al programa “Xek de Letras” preguntando el significado de la palabra carajo. Ofrecí la que me parece la única acepción consignada en los llamados diccionarios Académicos: “miembro viril”. Tuve la impresión de que fue una suerte de novedad para algunos sectores del auditorio. Llegaron llamadas elucidando que el término se refería a la “canasta” que solía ubicarse en el mástil de los barcos y a donde presuntamente se envía de castigo a un marino infractor. No se puede desechar esta posibilidad. Los vulgarismos a menudo tienen uso variado y pueden denominar sitios indeterminados para remitir a algún personaje no deseado o al que se le quiere injuriar. Me desconcierta como jovencitas y jovencitos- y algunos no tanto- usan ciertas voces ignorando su verdadero significado.
Cierto, el habla pertenece a los que la usan, quizás por eso sea conveniente hacer una revisión de los vulgarismos y sus significados. Hoy la palabra carajo se usa para exclamar asombro. Pero he aquí que las voces caray y caramba fueron establecidas como eufemismos de carajo. Por eso hace más de cien años perturbaban tanto a los sabios y custodios del lenguaje. Sin embargo llegaron a ser de lo más inocentes, tal como le gustaban las interjecciones al muy ilustre Don Joaquín García Icazbalceta. Hoy en día ninguna persona prudente podría pesar que ¡Caray! y ¡Caramba! tienen una ”“infame parentela”. Suena de lo más cándido el decir “¡Caramba, porqué hiciste esto!”; o “Ay caray ¿Qué fue lo que te pasó?”. Pocos podrían sospechar las evocaciones de estas voces propias de conversaciones de salón.
Jardiel Poncela define a un novio como: “Joven con bigote que paga la cuenta”. Yo hace algunos años que deje de ser joven aunque sigo pagando la cuenta. Pero hace décadas las mujeres no solían recurrir ni a las altisonancias ni los vulgarismos con la asiduidad que hoy en día lo hacen. Recuerdo que en mi casa si a alguna de mis hermanas se le iba un “idiota” para llamarnos a los varones mi abuelo les lanzaba una filípica plagada de citas y versos. Eran años en que las mujeres no hacían muchas cosas. No manoteaban, no se daban esos extravagantes golpes que hoy se dan en las piernas para reafirmar sus aseveraciones, no se jalonaban, ni hacían posiciones de medio o de dos jarros, ni obraban con otra clase de actitudes agresivas. Solían “darse su lugar”, lo que no creo que vaya en contra de la liberación femenina.
Por esta ruta hay que revisar algunos vulgarismos, sobre todo en lo referente a su acepción legítima, y adecuarlos a lo que la gente entiende por ellos. Hoy no puede dejar de ser turbador escuchar que un caballero le diga a su esposa, novia o amiga “¡Carajo, que guapa se te ve!”. Algo peor sentirían Don Rufino y Don Joaquín cuando alguien decía “Caray, que linda se te ve”, expresión que hoy a nosotros no nos extraña como otras tantas no extrañaran a las generaciones venideras.