Post original de Letras Libres, Mayo 2014.

santitos

Antes, los santos eran de antes. Una santa o un santo afirmaban su verosimilitud al iluminar sus casas, o sus celdas con velas y teas y hasta con lámparas de aceite. Pero la mera idea de que haya santitos abajo de un foco ecológico o un tubo de gas neón me resulta intramitable.

Adjudico la arbitrariedad de esta percepción a la abundante demografía de santitos en las iglesias que conocí de niño. Los suntuosos “estofados” del retorcimiento barroco ya habían sido nacionalizados por las esposas de los políticos ateos o remitidos al museo, y en su lugar quedó una estatuaria de estampita, de muy escasa calidad.

Supongo que salen de alguna fábrica con línea de producción: moldes de yeso, alambrón, pintura en aerosol y canicones oculares. Los días pares fabricará vírgenes y cristos los nones; los sábados, mártires y místicos. Una vez al mes, jesusitos y querubes. Habrá un encargado de pintarles el hábito y otro que agregará simbología: la rueda de Santa Catalina o los pajaritos de San Francisco. Y hay dos caras estándar: una beatífica y una torturada. Si el santo es joven, barbita negra; si profeta, barbota blanca; si damita, pestañas. Todo lo demás es unisex.

Me inicié en la hagiografía en las iglesias, leyendo santitos en los muros y domos y acabé con La leyenda dorada, libro divino de Jacobo de la Vorágine. Pero la primaria se hacía con las “Vidas ejemplares”, un oximorónico cómic que narraba las aventuras del santoral más delirante. La vida estática y silenciosa de un cartujo no calificaba: para entrar al cómic se precisaba de milagros trepidantes, martirios feroces y santitos voladores.

A Santa Rita de Casia, por ejemplo, se le metían abejas en la boca cuando era bebita, sin dañarla. Luego la casaron con un villano que le prohibió regalarle pan a los pobres. Un día la pescó saliendo de su casa con un pan, pero el pan se convirtió en rosas. Luego mataron al marido y los hijos juraron vengarlo. Santa Rita le pidió a Diosito que matara a sus hijos para impedir que por consumar la venganza consiguiesen pase automático al infierno apretado. Rodeada de muertos, ingresó al convento. Entonces Dios le mandó clavar una espina en la frente. Las monjas le sacaban la espina y, al día siguiente, aparecía de nuevo. El cómic decía que la herida apestaba bastante. Y luego se murió y el hedor se cambió en perfume, etcétera. Lovely Rita.

El más famoso era San Vicente Ferrer, un santito que realizaba milagros a lo bestia. Tenía don de lenguas y lo entendían hasta los noruegos. Si andaba por ahí un rabino, San Vicente lo fulminaba con un solo padrenuestro. Fuentes de agua clara brotaban si alzaba el dedo. No había pústula o nefritis que no sanara con mirarla. Tantos y tan espectaculares eran que su obispo le prohibió hacer milagros sin permiso. Así que un día en que miró a un albañil que se desplomó de una torre, San Vicente le ordenó quedarse quieto en el aire mientras llenaba las formas. Y ahí estuvo el albañil flotando hasta que regresó el santito que, autorizado, lo bajó en cámara lenta. Y luego a San Vicente Ferrer le salieron unas alas muy grandes, etc. (Sí, creo que García Márquez también leyó “Vidas ejemplares”.)

Que San Truculiano esté sentado a la vera de Dios se entiende: pasó su noche postrera en una mazmorra hedionda, escuchando rugir a los leones que se lo iban a comer al día siguiente. Pero, ¿cómo puede ser santo alguien a quien le tomaron radiografías, o sale en la tele parado en un jeep? Los santitos contemporáneos son una contradicción en los términos. Y que los haya recién difuntos me parece grave por otro motivo: la amenaza de apresurar la etapa siguiente, a saber, que haya santitos y santitas en vida, con halos, olor de santidad e ingravidez incluida.

Y en México, me temo, abundan…