Poesia-yucateca

Mi Tierra es Mía (Fragmento)

¿Quién me quitó mi tierra? Nadie ¡Es mía!
Mía, con su quemado suelo de piedra
que se deshace poco a poco en polvo húmedo
en el que pueda germinar la milpa,
se levanten los árboles y crezcan
entre una laja y otra los henequenales,
hambre y sudor del indio y pan de todos
poco y amargo a veces; pero nuestro, cada día.

Cuando el suelo se cansa y se hace estéril
junta su viejo polvo y se endurece
y otra vez se hace piedra y arde al fuego
y se hace cal y vive nueva vida.

Mía es el agua fresca de los pozos tranquilos
Y el agua honda de los cenotes encantados;
mío es el cielo en que el sol de mi linaje
resbala calentando el día,
y en que la noche enciende sus luceros
desde donde me ven los ojos de mis dioses antiguos.

Mi tierra es mía y de mis hermanos,
los que nacieron de nuestra misma madre
y vieron crecer en sus caminos la marca de sus pies,
y hablaron en la boca y en el corazón
de su propia lengua y supieron,
sin aprenderlo, el secreto de su espíritu.

¿Quién me puede quitar la sombra de mi ceiba
y quién puede quitarme el viento mío,
ni el olor de mi monte, ni el canto de mis pájaros,
ni el venado tembloroso que se esconde contra mi pecho,
si oye las pisadas de gente mala en la vereda virgen.

En el cinto de Orión está mi estrella
y así lo digo porque me entiendan l0s extraños,
pues nosotros decimos estas cosas
con la sencillez de nuestras propias palabras.

¡Nadie me quitará la tierra mía!
Nada importa que el Sapo brinque sobre el hormiguero
si las hormigas siguen trabajando
en su silencio subterráneo y puro
y van y vienen cambiándose señales
que son como consignas misteriosas.

Qué importa que la Cucaracha aturdida
suba y baje alrededor de la colmena cerrada,
si adentro y en lo oscuro las abejas van labrando
miel flagrante y dorada para endulzar el día
que habrá de amanecer, y cera blanca
para los cirios que arderán de noche
alumbrando el camino que ha de abrirse.

Qué importa que el Murciélago loco
revuele sobre el nido de hamaca
en que la oropéndola de oro cubre
y calienta a sus polluelos sin plumas,
que han de volar mañana bajo el sol.

Qué importa que el Gran Mono,
prófugo de su jaula, se columpie,
rascándose, colgado de la cola,
en los arboles de la plaza pública,
si bajo ellos los hombres,
apretando los puños,
pasan para ir a su trabajo,
y las mujeres, pálidas,
amamantan a sus hijos,
tapándoles el rostro,
para que no se espanten.