Por Enrique Krauze

Artículo original publicado en LetrasLibres.

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Nunca pagaré mi deuda con Guillermo Tovar y Teresa. En los estantes de mi biblioteca hay unos cuantos retratos de mis héroes políticos (Madero y el primer Vasconcelos) e intelectuales (Cosío Villegas, José Fernando Ramírez, Luis González y González). Junto a ellos, en pacífica compañía, cuelgan óleos de otros personajes sobre los que he escrito: villanos irredentos (Santa Anna, Porfirio Díaz) generales olvidados (Filisola). Los retratos los adquirí azarosamente a lo largo del tiempo; las pinturas me las regaló Guillermo. Junto a esa pequeña galería cuelga una preciosa bandera: el águila mexicana extiende sus alas sobre un fondo blanco de seda aperlada. Bordada en filigrana roja y verde por unas religiosas para un cura patriota, contiene la clara inscripción de su nombre y el año de gracia de 1824. Regalo, también, de Guillermo Tovar y Teresa.

Hace muchos años, Guillermo advirtió que mi biblioteca de trabajo, aunque quizá representativa de la historia mexicana, era pobre en ediciones originales. Se dio a la tarea de enriquecerla. Conocía a un químico que vivía por la Villa de Guadalupe, descendiente de un albacea de Alamán. Vendía unos cientos de volúmenes de la era colonial y el siglo XIX. Guillermo cerró el trato. Cuando hojeo esos volúmenes siempre encuentro sorpresas: un apunte de la pluma de Alamán, un folleto apasionado de Mariano Arista, un papel suelto de la época de la Independencia. Regalos de Guillermo Tovar y Teresa.

EnVuelta editamos una de sus muchas obras perdurables, quizá la más personal por la carga de dolor ante el patrimonio que Guillermo, desde siempre, sintió y supo perdido: La Ciudad de los Palacios. Se trata de una edición en dos tomos que contrasta en casi cada página una litografía o grabado de una construcción tal como fue en su origen (iglesias, hospitales, edificios civiles, calles, fuentes, portales, casas) con su penoso estado en los años ochenta, cuando Guillermo compiló su obra. «Así fue alguna vez, así es ahora». No se trataba de un recurso sentimental: era una denuncia gráfica, un testimonio irrefutable contra la incuria, la irresponsabilidad y la avaricia que arrasaron con buena parte de nuestro centro histórico pero también contra el jacobinismo del XIX, ciego al pasado católico y virreinal. Ésta -parecía decir Guillermo- es la obra destructiva de «La piqueta de la Reforma». La Ciudad de los Palacios, regalo de Guillermo Tovar y Teresa a su ciudad: espejo cruel que devuelve su rostro desfigurado.

En los retratos que reuní en Mexicanos Eminentes, hay un solo personaje menor que yo en edad: Guillermo. Al incluirlo, quise rendir tributo a su obra, su genealogía y sobre todo a su amor por el pasado mexicano. Mencioné ahí los libros que había publicado hasta entonces (en particular sobre temas de arte barroco: pintores, escultores, artífices, gremios, esculturas, retablos); referí anécdotas de sus abuelos y tíos que lo hicieron depositario de la memoria familiar y colectiva del México criollo; y lo describí como fue siempre, como un niño viejo, un niño enamorado del México de sus ilustres antepasados y del México por el que muchos de aquellos antepasados suspiraban: el México virreinal. Ahora que Guillermo (absurdamente, prematuramente) nos falta, ahora que se ha ido, el gobierno de la ciudad de México debe recoger su obra completa, al menos en versión digital.

Nos regaló su obra, pero a sus amigos nos regaló -cuando su temple apasionado, imprevisible y ocasionalmente iracundo se lo permitía- la más deslumbrante de las conversaciones. En vena, Guillermo era desbordante, inagotable, inigualable. Sabía de todo, teorizaba sobre todo. Varias veces comí con él en su casa museo de la calle de Valladolid. Entrar a ella era -la imagen es obvia pero cierta- un viaje instantáneo hacia otro tiempo. ¿Cuál exactamente? Alfombras, tapices, óleos, retratos, álbumes, candiles, esculturas, sillas y sofás, persianas, pasadizos y pasillos. Hasta el mesero y el menú parecían salidos -como él mismo, con su gazné, su chaleco beige, su inconfundible tweed, sus mocasines cafés bien lustrados- de una estampa finisecular.

Era erudito, nunca pedante. Tenía una mente original, como su obra. La historia mexicana no fue nunca su «trabajo», menos su «chamba». Fue su vocación y aún su vida. Por eso le dolía la mala fe de los profesores y académicos que, por saberlo carente de una credencial (de doctorado o maestría, qué más da), le escatimaban méritos. Ese arrogante ninguneo perturbó su paz, y es una lástima. Su mala salud y una cierta inclinación por la política de salón, le restaron fuerzas para escribir, para crear.

Soñé alguna vez en una serie de televisión en la que Guillermo, pausadamente, recorriera el centro histórico para mostrarnos lo que fue y no será más la «muy noble y leal ciudad de México». Para valorar los rincones que aún nos quedan. Pensé que teníamos todo el tiempo para realizarla. No lo teníamos. Cierro los ojos y veo y escucho sus carcajadas, sus ademanes inconfundibles, su mirada pícara, su engolada voz, su invariable cortesía. Nunca pagaré mi deuda con Guillermo Tovar y Teresa.

 

(Reforma, 24 noviembre 2013)